La casa Mariátegui

Emociones diversas sentí al dar mis primeros pasos en la casa que habitó Mariátegui desde junio  de 1925 hasta su muerte, en  abril de 1930. Variadas circunstancias frustraron el propósito de conocerla con anterioridad. Ocurrió en su momento, en medio de la podredumbre moral y ética de este período de nuestra historia y del contraste que genera la praxis del pensador nacional.  

Las impresiones se impregnan de esta tradición andina que porto y que asocia siempre lo material a la respiración y a la vida. Muros y objetos, fotografías y murales, transmitiendo lo que José Carlos Mariátegui edificó en su vida y obra: limpieza en sus actos y transparencia en sus acciones. Ser benévolos con la capacidad intelectual nos hace exigir honradez, solvencia moral en el manejo de los bienes públicos; sin embargo, desde hace tiempo, muchísimo tiempo, vemos danzar ante nuestra mirada, que no agota su sorpresa, estulticia y degradación intelectual unida a la oscuridad de espíritu, a mujeres y hombres que nos insultan con su pequeña y deformada capacidad humana organizada en tropel para dañar los pocos espacios de convivencia humana y comunitaria que conservamos con dificultad. Es tierra yerma la que queda después del paso de estas hordas ignaras y violentas. Se interrumpe el lodazal con cubículos malolientes donde recuentan el botín obtenido, la ganancia infame.  

El Rincón rojo.

Detenerme frente al Rincón rojo, observar el entramado que recubre esa porción de la habitación, observar la imagen que actualiza aquellos años, con jóvenes idealistas discutiendo el país, preocupados por el rumbo que seguía Leguía y sus aduladores, no difiere de los sucesos de ahora. El Rincón aquel ha trocado en el escondrijo donde los mercenarios de la política discuten  como evadir la justicia y la manera más eficaz de asaltar el erario público y fabricar leyes que los beneficien.

El Rincón rojo.

Es prematuro aún elaborar un juicio acerca de Mariátegui que congregue a las mayorías pensantes del país. Hay divergencias y desencuentros. He elaborado un texto critico de su pensamiento y evaluación de la influencia que tuvo, y tiene, en la edificación de este cuerpo social que no termina de formar aún su estructura básica, humana. Ninguna opinión divergente puede, no obstante, desconocer sus capacidades humanas e intelectuales. Elevarse de inhabilitantes problemas de salud, una educación básica incompleta y de una economía familiar precaria, a la tribuna política y escalar varios peldaños más hacia la cima de la ideología y de la elaboración de modelos sociales es un proceso de extraordinarias coincidencias solo posible en un ser que congregue la fuerza de voluntad y la determinación de José Carlos Mariátegui. Son características que debemos enaltecer y no porque confirme lo que el capitalismo nos dice: que todo radica en la voluntad, sino porque ratifica lo contrario, que la lucha personal tiene que hacerse contra las ciénagas y bosques incendiados de un sistema que ha creado la ilusión vana y ficticia de ofrecer accesos al bienestar y al progreso ocultando que es precisamente la herramienta falsa y  más poderosa del sistema para capturar las mentes y alienarlas, separarlas de cualquier intento de liberación.

Con Waldo Frank.

No fue José Carlos Mariátegui un ser inmaculado y desligado de sencilla humanidad. Tuvo su Edad de piedra, bohemia, gustó de los placeres que la burguesía se prodigaba, tuvo un amor con quien procreó una hija que nació mientras visitaba Europa como resultado de una “negociación” con el gobierno para “exiliarse” y dejar pendiente su labor de oposición al régimen de Leguía. Pero, y aquí se instala un pero de singular dimensión, remontó todas sus pequeñeces, las que terminan por domeñarnos, para trascender su inicial biografía y menores confines y encaramarse al mirador más alto del pensamiento de entonces y desde allí observar un horizonte de mejor vida para nuestra patria. No lo ha conseguido, es evidente, pero su influencia nos ha hecho caminar por rutas menos deshumanizadas sin perder su vigencia y modelando esperanzas. Pero no son estas ideas las que desea esta breve crónica desarrollar.

En Vitarte.

Observo imágenes, cuadros, recreo a la familia Mariátegui-Chiappe, con la madre  del pensador, cuatro hijos varones y la hija mencionada, que también participó de la vida familiar mientras él se mantuvo con vida, retozar y confraternizar en el patio de losetas y techo de vidrio. Eran momentos que agendaba con precisión. Sus horarios de trabajo eran innegociables. Recuerdo una anécdota que cuenta el joven Jorge del Prado, después dirigente máximo del PCP, quien un día decide visitarlo intempestivamente en Washington izquierda 954. Lo atienden para decirle que el pensador no puede recibirlo, está trabajando, que regrese en otro momento. Debió ser impactante para el discípulo tropezarse con la disciplina y la determinación en medio del desorden y la ausencia de objetivos que han primado en nuestra sociedad.

Anna Chiappe. «Te elegí en­tre todas, porque te sentí la más diversa y la más distante«.

Me sitúo en medio de los salones, de dimensiones variadas, ninguno con metraje desmedido, percibiendo señales del pasado, el suave crujir de las ruedas de su silla rodante dirigiéndose a su máquina de escribir, las risas de los niños, la apacible humanidad de Anna  Chiappe, las opiniones de la madre seguramente diferenciadas de los pareceres de su nuera; las interminables visitas de personalidades del medio y extranjeras, Waldo Frank, Luis Alberto Sánchez, Gamaliel Churata, Ezequiel Urviola, Carlos Condorena, José María Eguren y la nerviosa presencia de Eudocio Ravines y la mesurada de Luis E. Valcárcel;  el periódico arribo de cartas de personalidades de talla mundial: Henri Barbusse, Miguel de Unamuno, César Vallejo, Juan Marinello, Augusto César Sandino, Luis Cardoza y Aragón, y otros. Los planes para poner en funcionamiento la Editorial Minerva, también los ajetreos de la detención domiciliaria de 1927 y el tumulto de los esbirros de Leguía que, en 1929 asaltan la casa secuestrando libros y documentos, su salida hacia la Clínica Italiana donde le amputan una pierna; sus últimos días.

Me detengo en el patio solariego. Juegan los hijos, Anna pide moderación porque el padre trabaja, la madre ocupando su lugar predilecto para relacionarse con los nietos, en algún momento José Carlos aparece y deja una señal de cariño para retornar a su lugar, a su máquina de escribir.

Victoria Ferrer Gonzáles. Madre de la hija de JCM.

Pocas vidas tan productivas, pocas obras de tamaña magnitud. Corta biografía, enorme legado; desde fuera de claustros académicos, como ha ocurrido con frecuencia en nuestro país; la universidad ausente de las ideas globales, enclaustrada más bien en el análisis puntual, segmentado, de evaluación estática. Pienso en Haya de la Torre, Francisco García Calderón, Riva Agüero, Vargas Llosa, Hernando de Soto.  Algún deformador extremo y violento del pensamiento mariateguista sí realizó tarea académica, su prédica y acción es otra manera de verificar el escaso o nulo papel de la universidad en el pensamiento global de nuestro país. Mariátegui es el epitome de esta realidad.

Gloria María Mariátegui Ferrer, hija de JCM.

El presente extenso, el tiempo primordial andino, me ayuda a fijar la luminosidad sentida al caminar sobre los pasos del pensador, saber que vivimos aún el tiempo de lucha y resistencia inaugurado hace siglos, de las que Mariátegui forma  parte como capitán de una corriente de pensamiento que tiene la tarea de revisar, reevaluar sus postulados y renovar su legitimidad como instrumento de análisis y de acción social.

Afuera, la neblina y la humedad, el hollín, el desorden me hace saber que he dejado un remanso de acción ordenada y perenne.

Obra de Diana Mendoza Leiva, 2016.

Deja un comentario