Historia de un Guayaquil ficticio.

Tenía diez años la primera vez que pisé suelo ecuatoriano. Extenso viaje antes de llegar a la calurosa Tumbes  para cruzar luego el río fronterizo y  arribar a Huaquillas, poblado de vivaz comercio. Mientras mis padres hacían tensos y desconfiados los trámites aduaneros, me entretuve mirando la enorme bandera amarilla azul y roja que flameaba del otro lado del rio y se extendía hasta crear una sombra ondulante en suelo peruano. La imagen de la tela integrando el espacio de dos países cercanos y distantes se asemejaba a las relaciones entre los dos pueblos: sinuosas luces y sombras, avances y retrocesos de una vida cruzada de imágenes, pocas veces de hechos ciertos.

La tensión se disipó cuando paseamos Huaquillas sin incidentes y comimos unas piñas frescas y diminutas que tenían la miel en sus jugos. Observé a gente amable, sonrientes cobrizos y sin ninguna diferencia con mis compatriotas. Hicimos compras y cruzamos de nuevo la frontera con ropa de buenos precios y la sensación  extraña de haber visitado territorio enemigo sin ser apresado ni molestado. Un artefacto eléctrico que la familia adquirió fue pasado por la frontera por una especie de coyote ecuatoriano que dejó la mercadería en la puerta de la casa convenida. Al responder al timbre, el pasador estaba allí, en el umbral de la puerta con la caja al lado de sus pies, como espía peligroso, delgado y distante, pero con una textura que lo hacía parecer un vecino cercano, parte de un mismo pueblo ocupando territorio distinto. Pensé en el modo en que las enemistades y los odios ficticios no impiden que el dinero y los hombres circulen en libertad por fronteras resguardadas con minas antitanques y cuarteles armados hasta los dientes. Era la conexión subterránea, centenaria, que los políticos cercenan para beneficio de nadie.

Regresando a la seguridad de nuestro lugar me imaginaba los caminos que iban a Guayaquil y Quito. ¿Iría alguna vez?, Si lo hacía, pensé, sería con equipo de combate y el ánimo de conquista. ¿Si no, para qué sirven los libros de historia?

La ropa ecuatoriana fue útil para despertar la curiosidad de los amigos y no duró hasta el tiempo en que volví a Tumbes por un encargo laboral que me dejó tiempo para recorrer Huaquillas con el interés de visitar recuerdos y observar los ánimos que se vivían en medio de renovadas tensiones fronterizas que parecían desbocarse e inaugurar una guerra que tenía cara de inminente. Con los amigos recalé en Puerto Bolívar, aguas tranquilas donde servían manjares preparados con peces y productos marítimos de sabor irremplazable. Luego de un par de copas cabernet de preciso maridaje, me animé a tomar fotografías del sol cayendo sobre la  belleza del mar Pacifico y los manglares que compartían las dos patrias.

¿Quién dio el aviso?, nunca lo supe, ¿quizá el dueño del establecimiento o algún patriota herido de ver sus muelles fotografiados por el enemigo? Lo cierto es que en minutos fui interceptado por ecuatorianos con uniforme de combate y conducido con cierta rudeza a la gendarmería de la zona. De nada valieron los reclamos de los amigos. Previa incautación de todas las fotografías que guardaba, fui sometido a un violento interrogatorio que apuntaba sin equívocos a declararme “infiltrado agente enemigo entrenado para preparar el desembarco de zodiacs peruanos en Puerto Bolívar”. Fueron horas interminables de verificaciones, preguntas repreguntas y de una llamada al Perú con voz de auxilio que terminaron a medianoche arrojado de un vehículo militar en la misma línea de frontera. El sello en el pasaporte decía: “sin permiso para ingresar a territorio ecuatoriano”.

¿Qué hacer cuando las fuerzas ciegas de la vida se cruzan con los deseos simples de gentes que solo anhelan recordar años juveniles en territorio hermano, extraño y vedado ahora para mí? Nada, absolutamente nada. Sólo dominar el deseo de congelar el atardecer de un puerto que sentí semejante a cualquier caleta de pescadores de mi patria. Me hice la promesa de no volver a cometer el mismo error, evitar quizá para siempre un espacio vecino que era la continuación de mis parajes, costumbres y olores. Quedé herido y con la certeza de que pasaría mucho tiempo antes de que los dos países tuvieran armonía y paz en sus fronteras. Más tarde, la guerra que se anunciaba  terminó estallando  y poniendo en vilo a las cancillerías regionales y haciendo frotar las manos a los traficantes de armas. Felizmente no duró mucho la contienda y la paz firmada luego parecía tener consistencia y continuidad. Crucé los dedos

Fue por esos meses posteriores a la firma del Acuerdo que un grupo numeroso de turistas ecuatorianos arribó al hotel que dirigía en Lima. Bulliciosos y optimistas, el grupo mixto tomó gran parte de las instalaciones e hizo suyos los ambientes, como se llega a casa amiga. Luego de intercambiar datos, recuerdos, información y alguna broma bélica que incluyó mi relato en Puerto Bolívar, me di cuenta que se abría una etapa distinta para los dos pueblos, de acercamiento franco y sincero. Era un ánimo que se hacía notorio en el rostro de una mujer del grupo que apenas acomodó su equipaje me pidió le indicara dónde podía reparar su máquina fotográfica. Aficionado a esos menesteres no demoré en darle solución al sencillo problema. Continuamos hablando después en varios y breves momentos, auxiliados por eso que los entendidos llaman química. Terminamos recorriendo Lima con parte del grupo  cuando volvieron del ineludible Macchu Picchu.

En medio de un café humeante, poco antes de partir a su patria, Jimena me contó que era madre de dos niños que quedaron con el esposo en Guayaquil. Mencionó que tenían un tiempo prolongado con problemas y sentía que el amor estaba acabado. Su viaje era una manera de disipar sus conflictos y desavenencias. Lo mío, dijo, fue un compromiso forzado por esos rezagos medioevales que obligan a las mujeres a casarse con el novio que las desvirga. Tradiciones absurdas que tuvo que honrar si quería ser aceptada en su exigente entorno familiar. Sentí que congeniaban nuestras historias. Salía de un desafortunado noviazgo que iba dejando atrás con dificultad y Jimena me escuchó con la atención de saberse tributaria de reinos similares.

¿Cómo se organiza la suerte, el destino?, ¿por qué ella y su grupo eligieron el hotel Runa sin señal previa que los conectara? ¿Y por qué la máquina fotográfica averiada me encontró disponible en las pocas horas que pasaba en el hotel? ¿Cómo se construye el futuro?, ¿qué conexión existe entre Huaquillas, Puerto Bolívar y una guerra inútil y un hotel prescindible perdido entre ocho millones de limeños? Las preguntas sin respuesta las usaba para tratar de ubicarme en medio del creciente interés por Jimena y sus apresurados días de viajera deseosa de ver y comprarlo todo. Camino al aeropuerto le dije que me esperara en Guayaquil. Sí, tienes que visitarme, haz ese viaje pronto, te recibiremos en paz, no más confiscación de fotografías, me contestó sonriente. Nos despedimos en medio de recuerdos intensos de una ciudad que me había parecido distinta recorriéndola juntos.

En las semanas siguientes continuamos comunicados en cortos momentos que ella hurtaba a la empresa de asesoría jurídica y financiera en la que trabajaba y yo distrayendo mis horas tranquilas de administrar el negocio y dictar un curso en la universidad.  Redondeamos las confidencias que nos hicimos estando cerca. Le amplié la historia de la mujer que me abandonó para casarse con mi mejor amigo y en plazos diminutos. Ella le añadió la historia de un argentino, Kike, que conoció en un viaje a Miami. Fue importante para mí, pero ya no es parte de mi vida, mencionó, lo fue un tiempo corto que me hizo pensar en la posibilidad de separarme. Acusé recibo de la información y pensé que era mejor saberlo por anticipado; la perfección es enemigo de lo bueno, pensé.  

Conversamos durante varias horas en aquellos días de distancia momentánea, avanzamos en planes que nos llevó a pensar en establecernos en Lima o en cualquiera de esas ciudades que imaginé conquistar en mi primer viaje a Huaquillas. Jimena oía con discreta emoción y dominando sus inquietudes.

Mientras esperaba mi turno en la aduana Guayaquileña, pensaba si mantendría la condición de indeseable que ya no lucía mi renovado pasaporte. El funcionario me miró con desconfianza antes de preguntar por el motivo de mi viaje. Contesté sonriente: “por amor”, fingió no escucharme y le puso el sello de ingreso, para después reaccionar diciendo a media voz:  “¡nos quitan tierras y encima se llevan a nuestras mujeres!, ¡que carajo!”  Sí, éramos iguales peruanos y ecuatorianos, pensé sonriente.

Jimena me esperaba detrás de las vallas de protección. Menuda, pelo lacio con cerquillo recortado con precisión matemática; con altivez inocultable y luciendo la elegancia que conocí en Lima y que  evadía el calor sofocante. Un abrazo discreto de viajero de negocios selló el encuentro que parecía el preludio de una historia singular. Con un tono de confesión me volvió a advertir: ya sabes, no besos en público ni te acerques demasiado, aquí tengo muchos conocidos, guárdate para Quito que lo conocerás mañana, tengo los pasajes en mi cartera, ¿contento? Y cómo no estarlo, si la travesía prometía conversación y compartir habitación por primera vez; además Quito, ciudad serrana como las de mi niñez, guardaba historias de Bolívar, Sucre y Manuelita Sáenz y una enorme recuperación urbana de la que había leído y escuchado.

Fue un vuelo cortó que terminó divisando el Pichincha y sus nieves altas. ¿Ves esa imagen en la cumbre, iremos al Panecillo más tarde. Nos fuimos quitando las prendas en el ascensor, nos amamos agotando todas las palabras de placer y cariño. Apenas cerramos la puerta nos juntamos como dos seres unidos por el destino en su lado más débil y en sus propósitos más inciertos. Cuando se retiró Jimena apurada por sus actividades y horarios, pensé que el amor me visitaba de nuevo con sensaciones inéditas que me hicieron sentir que ella podía ser la compañera que esperé por  tiempo. Pero no deseaba ilusionarme en exceso, sabía que esa actitud era como jugarse el sol antes de que amanezca. Habían planeado algo del  futuro, pero Jimena no había prometido separarse de Oscar. Lo suyo era una entrega sincera, sí, pero sin rótulos, sin definiciones claras. Había que esperar.

¿Te das cuenta de que somos el mejor ejemplo de la paz firmada?, me dijo  mientras el volcán Pichincha  con sus nieves apaciguando el fuego interior se recortaba en el horizonte. Y espero que no se repita la guerra, me advirtió Jimena con ternura, porque no estaré de tu lado en ese momento. La miré como prisionera en mi campo, a mi merced y decisión, impedida de alejarse. Pero no, con ella no había vallas ni subordinaciones posibles; confundía su voz delgada, el brillo de sus ojos podía atravesar fronteras minadas y regresar a su lugar con la sonrisa diminuta que nunca pudo ser carcajada.

Fría la mañana en Quito, tejas de arcilla roja, tensión de ciudad serrana, contrita, como frenada en sus sentimientos, distinta a la bulliciosa y abierta Guayaquil. Un general de la guerra gobernaba con éxito la ciudad; túneles y pasos a desnivel atravesaban los andes aligerando el tránsito otorgándole el perfil de gran capital. El taxista habló de la enemistad de la costa con la sierra con expresiones que no eran pasajeras ni livianas. Eran de la fiereza que habría usado para referirse a los peruanos. No lo atices más, me advirtió Jimena en voz baja, ya sabes cómo se quieren Guayaquil y Quito. Le hice caso y con buen ánimo nos refugiamos de nuevo en el Howard-Johnson, entre República y Alemania, cerca al parque La Carolina para salir luego en busca de la ciudad vieja, a caminar los desniveles, museos y alrededores del Palacio de Gobierno. La bandera flameaba enorme, orgullosa, como el día en Huaquillas, en qué me dibujé conquistador sin imaginar que años después ataría mis manos, vencido y cobijado bajo los amarillos, azules y rojos de la orgullosa tela.

Quito se extiende hundido entre valles y quebradas y se eleva hacia el cielo mientras el sol alumbra con tonalidades amarillentas y blanquecinas que hacen difícil saber la hora que se vive. Nos acercamos a la casona que ocupó Sucre con su amada quiteña, respiré su presencia en cada mueble o habitación, atisbamos también los vestigios de Manuelita Sáenz y Bolívar y en la iglesia de San Francisco, ante el altar mayor, dijimos aceptarnos como pareja para siempre. No faltó eso de “puede abrazar y besar a la novia”. Ya en el Tianguez, cafetín pegado a las paredes franciscanas, coincidimos en que había tres maneras de abrazar. Tu pareja te subordina y te abraza como si cobijara a un ser que conjetura requiere cariño y tutoría o se cobija bajo tus brazos, sometido, pidiendo protección. La otra forma es el abrazo de iguales que entrelaza dos almas, dos sentimientos, sin pedir nada a cambio de la renuncia, solo entretejerse para entregar la libertad. Deseábamos ocupar este último escalón.

Conversamos hasta el amanecer recordando la promesa del templo cristiano. Jimena habló de todo lo que quedaba en su memoria, sabiendo que quizá sería la única ocasión que pasaríamos juntos la noche entera. El amor fue el amor, con todos los detalles de rostro, miradas y cuerpo que el amor tiene cuando es amor. A medianoche telefoneó a su casa en Guayaquil. Habló con Oscar y sus hijos. Extraña experiencia, ubicado en la nada, apenas una presencia etérea, circunstancial que observa una conversación real, fáctica, de aquellas que existen y perduran para no morir jamás. Nos alcanzó el tiempo para comer un dulce de higos y queso en el último nivel de un edificio situado en una esquina de la plaza Santo Domingo. La explanada que se divisaba abajo parecía un milagro dominico, balanceándose en el desnivel de la pendiente, con la iglesia sostenida por el vacío con el celeste del cielo como fondo.

El corto tiempo en Guayaquil fue para recorrer la cuadricula fundadora del  barrio antiguo de Santa Ana y caminar las orillas del río Guayas sobre el remodelado malecón. ¿Sabes que los constructores de las obras fueron peruanos? ¿Y conoces que el arquitecto diseñador es también peruano?, le contesté. Sí, Zubiate, el bueno y loco de Manuel. El Perú y Ecuador hermanados en el río, alejados de la guerra, y de puertos bolívares que bloquean la hermandad, con las manos entrelazadas de amantes que veían bajar el agua lenta,  arrastrando limo fértil y flores enormes que parecían barcazas naturales.

No fueron frecuentes los viajes pero sí prolongadas las discusiones a la distancia. Pidiendo yo el final del hogar, Jimena aferrándose a los últimos vestigios de lo que parecían ser los días finales del  infeliz matrimonio. Separó su habitación del esposo y pareció iniciar la etapa final. La conservadora familia cercana participó del complicado proceso, se alarmó y colaboró para sostener lo que nadie parecía detener. Jimena pedía tiempo, comprensión: no puedo hacerlo en tus plazos, me decía, déjame hacerlo con mis tiempos, diseñar mis decisiones. Sí, de acuerdo, comprendo, pero no puedes postergar una decisión que la realidad ya hizo inevitable, nada más hazlo, hazlo y ya. Así nos invadió la tensión, la quietud, los silencios.

Y de pronto lo indescifrable, lo inesperado: Jimena un día cualquiera eligió su familia, su casa. Mi hogar es un páramo desierto, es agonía, tristezas diarias, un desastre, pero igual aquí me quedo, Álvaro, me dijo. Con mis hijos, con Oscar que me necesita, no quiero un padre distinto para ellos. Fue sorpresivo escucharla, ¿qué dices, no te vas, por qué? No puede ser, piénsalo…no, ya lo pensé, no daré otra versión, no insistas, he decidido, mi amor no tiene nada que se le parezca, te amo, te quiero, todo junto, pero no dejaré esto poco por ti, ni por nadie. Habló claro como el cielo azul quiteño, sencillo de entender como el marrón del río con sus barcazas de flores; el mensaje parecía definitivo. Jimena se quedaba con sus hijos y Oscar. Silencio, ira también, resignación, nada había que hacer ni añadir, sólo iniciar la retirada, como los soldados de la guerra que regresan de una invasión fallida después del armisticio, demacrados, con la vida en jirones expuesta sobre el uniforme y con el rostro marcado para siempre.

Se espaciaron las conversaciones, detener un corazón que se movía en la dirección norte, olvidarse de cavar en el mar, en las arenas de la Ruta del sol. Descuida, haré mi vida aquí sin causarte problemas, le dije; y hacerlo fue para perderme en noches malgastadas, amaneceres con la luz del sol apareciendo. Caminar sin las fronteras que instalé por ella en mis quehaceres diarios, perdiéndome en las brumas de una depresión que me atrapó porqué sabía dónde encontrarme. Jimena luego de algunas semanas de su declaración solemne, quizá con el afán de recuperar algo de la magia extraviada, me entregó una variable a su decisión: vivamos así como hasta ahora, vienes con frecuencia y buscamos una manera distinta de ser felices. Un no rotundo fue mi respuesta,  quiero hogar, familia y no esa torcida manera de sentir el dolor a cucharadas.

Y continué hallando consuelo falso, inútil en sonrisas vacías, en horas truncas, insustanciales. Lo comentaba con Jimena, detalle a detalle, como también le solté de improviso mi nueva alternativa: me instalo en Guayaquil, total lo que hago aquí lo puedo hacer igual en tu ciudad, cierro todo, organizo mis cosas y ya, me voy. No lo hagas así, me dijo ella, no me hallarás aquí para ti. Además, mira lo que haces en Lima, traicionas nuestra relación, la destruyes, me haces a un lado, como si yo estuviera ausente de tu amor y seguro que aquí harías lo mismo. Y algo importante, si vienes entérate que Kike está ahora en Guayaquil. ¿Quién dices? Si, él, del que sabes. No he hecho más que seguir tus normas y condiciones. Mientras te alejabas y organizabas tu recuperación nos contactamos de nuevo y ahora está aquí. El “está aquí” resonó en mi mente como si  el Pichincha explotara y su lava se vertiera en el centro mismo de la relación. No pude entender, nunca lo entendí pero igual hice el viaje que creí necesario. Jimena no quiso verme en un primer instante, luego, poco antes de mi retorno aceptó otorgarme unos minutos en el Mall del Sol, cerca del aeropuerto. Seria, distante, tenemos media hora, vendrá Oscar con los chicos. Nos sentamos sobre una banca de madera calada. No pregunté por  Kike, era inútil hacerlo, todo estaba en escombros, como las colinas del Cenépa. Presentía que no nos veríamos más. Se acabaron los minutos sin precisar nada, sólo frases entrecortadas que preludian un final inevitable, sin distensión ni fronteras delimitadas. Y Oscar apareció hacia el fondo de los pasillos. La dejé ir, siguiendo de cerca sus pasos, como se sigue a una sombra que se aleja dejando un campo minado, en escombros. Divisé al marido que le dejaba un beso en la mejilla, distendido, ignorante. Pasé por el costado de la familia, rozando los dedos de Jimena y mirando a los ojos del compañero, tratando de hallar allí alguna noche robada a mi amor. Se instalaron en un café mientras me marchaba. Los observé unos minutos por los ventanales, con descaro, con fijeza. Jimena nerviosa, arreglaba a sus hijos en los asientos.

Fue la última vez que la vi, no volvería a visitar Guayaquil por ella. De paso al terminal, frente al río, con las flores como dioneas tropicales deslizándose suaves, discretas, escribí una nota que arrojé a las aguas. Mezcla de protesta inútil contra Kike, las falsedades y desamores, los planes incumplidos, recordando los primeros días en Lima, las caminatas en Quito y su perfiles de ciudad aérea, escarbada en las colinas del continente. Al revés de aquellas ideas de conquista de mis años iniciales quedaba cautivo para siempre de una patria que aprendí a amar y que extendió la mía, la hizo más grande y andina. De lo demás nada iba quedando, siluetas de humo disipadas por la brisa porteña. Distante del Puerto Bolívar de los años felices, cerca de la bandera flameando sobre las aguas densas, saludando al viento, amarilla, azul, roja, inmune al cumplimiento del ciclo eterno de la redondez de los actos, el círculo del cielo y el infierno.

sb/2005

Deja un comentario