Apuntes para una filosofía nacional
Estas páginas pertenecen al capitulo inicial de un trabajo que está pronto a ser publicado y que es probable lleve el mismo nombre. El libro aborda la relación del escritor con la ciudad y su entorno regional. Arguedas, hijo de cusqueño, se vinculó larga y estrechamente con la capital andina. Recordemos que realizó fructífera labor docente en Sicuani por más de dos años y su hermano Pedro fijó su residencia en el Cusco. Juanita Tajada Gutierrez, señalada como la probable madre biológica del escritor, vivió en la ciudad por un tiempo prolongado. El tema ha sido abordado en una entrada de este blog y también en un libro publicado.
En Cusco también mantuvo residencia Manuel María Guillén de los Ríos, el viejo de sus testimonios y el Viejo de su obra ficcional, que tuvo singular importancia en su infancia y niñez. Mantuvo José María activa relación con intelectuales cusqueños e hizo de la ciudad y su región objeto de numerosos estudios antropológicos y, en algún momento de su biografía, estuvo a punto de asentarse en ella. Su huella es rastreable en varias instituciones que ayudó a fundar y que hasta hoy siguen brindando servicios como la Escuela de Bellas Artes y la Escuela Regional de Música.
Las páginas que publico aquí muestran la importancia que tuvo para el escritor su primer encuentro con la ciudad. Tenía entonces trece años. Fue de tal impacto esta visita que años después hace literatura con ella logrando una descripción de la capital andina que no tiene parangón dentro de las extensas páginas que viajeros han dedicado a su singular constitución. Arguedas, con mirada andina, penetra en los intersticios de su mítico sentido y abre un derrotero que es claro fermento en la construcción de una filosofía nacional.
A nuestros filósofos no hay que buscarlos en los imitadores nacionales de filosofía griega u occidental, tampoco entre aquellos que niegan condiciones filosóficas a todo aquél pensamiento que carezca del logos de la razón. Los caminos de nuestra filosofía se encuentran en las páginas de Garcilaso, el Inca; de Huamán Poma; de Santa Cruz Pachacuti y de José María Arguedas, principalmente. Por eso mismo y como aspecto final del libro abordaremos este tema también desde la perspectiva de contribuir a la liberación del secuestro ideológico al que está sometido Arguedas por parte de la mayoría de la academia limeña, principalmente. Los «expertos arguedianos» han logrado construir un héroe cultural a la medida de los deseos de la elite criolla y pro occidental que, de manera similar a lo hecho con Garcilaso, han fabricado un porta estandarte del manido mestizaje nacional de cuño blanco y criollo, ocultando o soslayando que Arguedas es de origen indio, hijo natural de un itinerante abogado cusqueño.
Es una batalla ardua y prolongada. Las herramientas y tribuna de este grupo son vastas y eficaces. No han logrado lo mismo, felizmente, con Huamán Poma y Santa Cruz que son extremadamente indios para ensayar sobre ellos una apropiación ilícita.
Es una tarea que bien merece hacerse. Está en juego la forma en que enrumbamos a esta patria por los caminos de un nuevo paradigma civilizatorio, de cuño andino y que haga posible esta comunidad imaginada que los criollos no han sabido como construirla para todos y que hoy muestra una faceta más de su descomposición política.
José María conoce el Cusco
José María tiene trece años cuando arriba al Cusco por primera vez. Es de noche y los viajeros descienden las escalinatas del tren que ha partido temprano de Juliaca y llevan las huellas del largo trajinar iniciado de madrugada; sin embargo, las expectativas del inquieto adolescente superan la fatiga, conocerá finalmente la ciudad imaginada tantas veces desde las evocaciones que escuchaba de su padre. Víctor Manuel hablaba de ella con distancia y también nostalgia e inocultable orgullo. El sensible joven está acompañado de su padre y hermano Arístides. Usando variados medios de transporte han dejado atrás extensa ruta jalonada de peripecias y anécdotas. Partieron de Puquio y a lomo de caballo superaron primero las altas cordilleras que lo separaban de la costa. Después de arribar a Nazca continuaron hacia Ica instalados en un camión viejo. Esperaron aquí la reparación del antiguo vehículo para proseguir hasta Palpa y Pisco. En el puerto permanecieron varios días…en espera del barco que los lleve hasta Mollendo[1]y después alcanzar Arequipa.
Mientras transcurren los cortos días en Pisco el padre sufrió el robo del dinero destinado a los gastos del viaje y que provenían del cobro de los devengados por sus años de servicio en la judicatura. Llegan entonces los viajeros apurados de dinero y seguramente pensando en balancear sus economías con préstamos familiares. Culminaban una etapa más de una travesía que llegará a su fin semanas después en Abancay donde José María quedará internado en el colegio mercedario para cursar el cuarto año de primaria. Para el escritor en ciernes se le abren ocho intensos días que mantendrá palpitante en su memoria por el resto de su existencia. Sus primeros pasos fuera de la estación de la Peruvian Corporation orillan el punto de encuentro de los ríos que confinaron el espacio íntimamente sagrado del Cusco antiguo.
Las primeras impresiones que le generan la atmosfera de la ciudad y la magnífica antigua arquitectura tres décadas después serán transformadas en ficción cuando trasfiere la experiencia a su novela Los rios profundos. Las páginas iniciales de la obra, parte sustantiva del contenido testimonial de sus creaciones, muestran de vívida forma los recuerdos de aquella noche y tornan inferiores cualquier otra semblanza que se haya elaborado de la ciudad. Jose María enlaza ficción y realidad para crear un cuerpo de pensamiento que recoge con profundidad inigualable la conjunción de naturaleza y humanidad que fue el sustento vertebral de la filosofía andina[2].
El estado de curiosidad e inclusive exaltación que invade al adolescente escritor mientras desciende las escalinatas del tren para conocer la ciudad tantas veces evocada es el resultado de la influencia de su padre, misti quechua y reiterado exégeta de la urbe andina y que es su cercana compañía en sus primeros pasos por las calles antes imaginadas.
Es en medio de las continuas travesías por la geografía serrana que el futuro escritor escucha al padre hablar del Cusco. Sobre los caballos o en los recodos del camino aguardando la declinación del aguacero o el pasar de la noche, acompañados de la oscuridad y el suave rumor de cristalinos cauces de agua descendiendo de los nevados, oye de los templos y casonas que se multiplican en la ciudad, de su historia y de los muros incaicos que seguro se dibujan emergiendo del subsuelo como una prolongación de infinitas rocas madre. Es probable que Víctor Manuel haya usado estas narraciones para mitigar las ansiedades del adolescente que ignoraba la suerte que le aguardaba en el próximo destino y donde sería siempre difícil hallar el esquivo sosiego que anhelaba. En esas travesías todas las escalas parecían aproximarse a la mítica ciudad. Mi padre me había hablado de su ciudad nativa, de los palacios y templos, y de las plazas, durante los viajes que hicimos, cruzando el Perú de los Andes, de oriente a occidente y de sur a norte. Yo había crecido en esos viajes, dice Ernesto[3]. En el prólogo de una obra temprana, Canto Kechwa, el escritor deja ver la forma en que estos viajes y relatos moldearon su carácter: Alos doce años me sacaron de la quebrada. Mi padre me llevó a recorrer pueblos.Un año en Abancay, otro en Pampas, otro en Chalhuanca, en Cangallo, enAyacucho, en Huaytará, en Yauyos, en Andahuaylas…En todos esos pueblos había varias callecitas, bien empedradas, bien limpias, con casas de dos pisos, contiendas de comercio, cantinas, billares…; esas calles olían a género nuevo, a vino.
Las historias que le expresara su padre sobre el Cusco anidaron en el ánimosensible del pequeño José María; la atmósfera de la ciudad, ethos, alimentaron su genio creativo. Señala en la novela: Cuando mi padre hacía frente a sus enemigos, y más, cuando contemplaba de pie las montañas, desde la plaza de los pueblos, y parecía que de sus ojos azules iban a brotar ríos de lágrimas que el contenía siempre, como con una máscara, yo meditaba en el Cusco. Sabía que al fin llegaríamos a la gran ciudad[4]. De inmediato recuerda una lejana estancia en Pampas, cercados por el odio, aguardando llegar pronto al Cusco y al padre exclamando: ¡Será para un bien eterno!
Las narraciones oídas del padre impregnaron en su sensible y observadora mente imágenes arquetípicas de una ciudad que promueve ensoñaciones cuando se habla de ella y exalta, subyuga y cultiva fidelidad cuando se la habita. El Cusco seduce por su historia y sus particulares bastidores sociales que se añaden a un paisaje que le otorga contexto excepcional junto a una singular trama urbana que, no obstante acomodarse a los mandatos de la geografía, suscita impresionesy razonamientos universales. La mezcla de leyenda y realidad que ha escuchado en los relatos de su padre se recrean en la descripción que hace del Cusco propiciando una forma de palimpsesto que descubre el tejido que le provee sustento mítico, cimiento de su origen. No obstante los años de distancia las páginas guardan la frescura de una realidad recién apreciada.
Los tres viajeros habían iniciado la ruta hacia la gran ciudad en agosto de 1923 para recalar en el Cusco alrededor de abril y mayo de 1924. En 1965, durante el Encuentro de narradores citado, Arguedas recuerda la experiencia: …empecé a recorrer el Perú por todas partes, llegué a Arequipa en 1924 y…de aquí fui al Cuzco. Del Cuzco a Abancay, de Abancay a Chalhuanca luego Puquio, a Coracora, a Yauyos, a Pampas, a Huancayo, a una cantidad de pueblos, y tuve la fortuna de hacer un viaje a caballo del Cuzco hasta Ica: catorce días de jornada[5]. Peregrinaje accidentado, semejante a las experiencias de los viajeros antiguos que se acercaban a la ciudad sagrada después de un proceso de purificación que el trayecto mismo les proveía. Para aliviar la pérdida del dinero destinado para la travesía vendieron pequeñas pertenencias que resultaron insuficientes; es entonces que el padre envía telegramas al Cusco pidiendo ayuda económica a su cuñado, el Viejo de la novela, Manuel María Guillén, y a su primo hermano, el médico Alcides Arguedas, ex senador. No obtuvieron respuesta. Nadie les mandó dinero[6], anota Arístides en su diario.
Después de las turbulencias propias del abandono de la estación del tren el padre elije, precedido por cargadores indios, evitar la avenida El Sol y se desplaza por la avenida Tullumayo para acercarse después a la calle San Agustín y finalmente llegar a la casa de su hermana Amalia y esposo Manuel María Guillén de los Ríos[7]ubicada en la calle Maruri del número cuarentinueve[8]de entonces y trecientos veinte de hoy[9]. Los esposos eran pudientes propietarios de cuatro haciendas en la zona cálida del departamento de Apurímacy mantenían casa en Cusco donde Pedro, hijo adoptivo del Viejo y hermano de José María, estudiaba la educación primaria. Subrayemos que el joven escritor conoce bien al viejo tío; ha pasado parte de su infancia y niñez en sus haciendas; ha visto y sufrido sus maltratos, prepotencia y el desprecio con el que trataba a los indios a quienes consideraba su propiedad. Son detalles que el maduro narrador no muestra con crudeza pero que sin embargo es descrito en toda su integra ruindad.
El propósito de llegar a Abancay es uno de los objetivos del viaje, íbamos de paso, señala Ernesto y añade que se odiaban con el terrateniente dueño de casa, no obstante los lazos de parentesco que los unía. Sin embargo, menciona Ernesto, un extraño proyecto concibió mi padre, pensando en este hombre[10]; propósito que no se aclara en la ficción. Es probable que el viaje tuviera también la intención de acercar a los tres hermanos, lograr que se conozcan dada la ausencia temprana del menor, Pedro. Fueron, como vemos, diversos las intenciones de hacer del Cusco un punto en el itinerario del viaje. Una fuente señala que el padre de Arguedas nunca le contó a José María lo que había ocurrido en su cita con aquel viejo[11]. La relación familiar contenía antiguas rencillas como anota Rodrigo Montoya quien menciona que aquel viejo terrateniente trató muy mal al padre de Arguedas por un probable problema de bienes y herencias[12]. Y, en el terreno de la ficción, para una estudiosa de Arguedas, Ernesto y su padre llegan al Cusco con el propósito de acomodarse en ese mundo corrupto del Viejo, pero después de su fracaso prefieren dedicarse a la sagrada misión del salvar al Viejo de sus riquezas y de su eterna condenación[13]. Añade que el narrador y su padre llegan al Cuzco con la esperanza de solucionar su condición de parias, pero en lugar de eso sólo reciben humillaciones y rechazo de parte del “Viejo”[14].
En medio de la semipenumbra de algunos espacios de las calles cusqueñas, protegido por el grupo familiar, la mirada acuciosa de José María reconoce que los primeros rasgos de la gran ciudad no concilian con las imágenes paradigmáticas instaladas por el padre en su memoria. Arístides, quien no es parte de la trama novelesca, lo recuerda exclamando: ¡este es el Cuzco de mi padre![15], sorprendido por la tenue luminosidad del alumbrado. El padre se mueve sigiloso caminando entre las sombras, evitando ser reconocido. José María corrige después su sensación inicial cuando recorre iglesias y conventos. Con el correr de los días los perfiles forjados por su padre armoniza mejor con sus curiosas observaciones. En algún momento los viajeros visitan al hermano en el internado escolar. El emotivo y furtivo encuentro es narrado por Arístides en sus memorias. Pedro, interno en el colegio, no se allanaba a la exigente disciplina y religiosidad de su padre adoptivo y solicita a los visitantes continuar viaje con ellos. El Testamento de Manuel María Guillén, investigado por G. Gazeau, señala que Pedro fue educado desde los seis años, primero en el Colegio Santa Ana, después en el Colegio de G. Alvarez, dos años en el Seminario de San Antonio, después en el Colegio Salesianos de donde se fugó renunciando el estudio. Entonces lo pasé al colegio de la Merced…de donde también fugó, estando ya cursando el segundo año de media. En medio de tal listado de colegios ¿dónde se encontraron Arístides y José María con el hermano menor Pedro María? Dos son los probables: el Colegio Salesianos y el Seminario San Antonio. Contagiado Ernesto de esta atmosfera de tensión e impotencia, pregunta a Víctor Manuel: Papá, ¿no me decías que llegaríamos al Cuzco para ser eternamente felices?[16]La respuesta es significativa: ¡El viejo está aquí! ¡El Anticristo! En medio de este cumulo de experiencias el adolescente Arguedas está distante de vislumbrar que se encuentra inmerso en una experiencia que marcará su vocación literaria y que después recreará en páginas centrales de su novela más celebrada. Llama la atención que la casa de ficción a la que arriba Ernesto y su padre la ubiqué apenas a unos pasos del muro del Palacio de Inca Roca y no a unas calles de distancia como era la real ubicación de la casa alojamiento que usaron. La respuesta la podemos hallar en la lejanía espacial y anímica que requiere el narrador para contar una historia o en el afán de José María de distanciarse anímicamente de la casa que después de unos años también ocuparía Juanita Tejada, su probable madre[17]. El vuelo imaginativo que describe la casona de la novela la hace aparecer de mayor envergadura que la vivienda que usa como referencia; ambas disponen de tres patios pero aquella se impregna en la memoria de los lectores como una creación compatible con las dimensiones míticas del capítulo inicial. No es posible saber ahora si la casa de Maruri conserva el martirizado y perfumado cedrón, árbol de ramas escuálidas que describe Ernesto.
Veamos la temprana semblanza que hace José María del gamonal, propietario de la casa de Maruri, denominado el Viejo tanto en la vida real como en la ficción. Lo hace en Canto Kechwa, 1939, donde menciona:…un año llegué a los valles del Apurímac. Allí tenía haciendas un pariente lejano de mi padre. Eran cuatro haciendas grandes, de cañaverales. El dueño me mandó a una de ellas, para no verme a su lado. Él vivía en la hacienda Karkeki. Este viejo “tenía 400 indios” en sus tierras. La indiada vivía en las alturas de los cañaverales; bajaban por turnos a trabajar en las haciendas, de 40 en 40. Los indios eran del viejo, como las mulas de carga, como los árboles frutales[18]. Más tarde, el Viejo de la realidad se transforma en El Viejo de la novela en un acto de transformación propio de los mecanismos literarios[19]. Se hacen más comprensibles los dos capítulos iniciales de la novela si ponemos en contexto las contradicciones de Víctor Manuel con el Cusco tanto como las antiguas desavenencias familiares y la vida compartida por José María con el Viejo en los territorios donde transcurrió su infancia.
El hacendado que José María vio antes gobernando varias propiedades con implacable tiranía dirige en el Cusco una casona colonial de patios y traspatios que contiene similar significación que sus posesiones agrarias y donde emula crueldades similares a las ejecutadas en sus predios rurales. Es una realidad evidente cuando la novela relata que los viajeros son alojados en la habitación más inconveniente del tercer patio. Los testimonios como su obra literaria nos delinean la importancia y trascendencia de Manuel María Guillén en la vida de José María. El personaje, transformado por la ficción, aparece al inicio y al final de su novela autobiográfica conservando a lo largo de la trama una presencia silente que vertebra el íntegro de la narración. Castro Klaren, menciona: el comienzo de la historia parece indicar que el tema versará sobre “El Viejo”. Sin embargo,… es evidente que el narrador está mucho más preocupado por sus reacciones ante la idea de conocer al “Viejo” que ante lo que el “Viejo” represente para él y su padre, y menos aún ante el “Viejo” per se[20]. En entrevista que concede a la misma autora Arguedas menciona que la novela fue saliendo casi por sí mismo. La experiencia del niño iba a ser un capitulo y se convirtió en casi todo el libro…Llegó, al capítulo que debía escribir sobre la permanencia del niño en Abancay y todas las experiencias del internado empezaron a salir y el resto se hizo casi sin plan[21]. Los capítulos iniciales se vierten sobre el papel como un rimero de recuerdos con décadas de latencia. Arguedas los ubicó en decisivos espacios iniciales aun considerando que no se engarzaban con claridad con la estructura general de la historia. Sin resentir la congruencia de la novela o su carácter testimonial Arguedas pudo haber situado su inicio en Abancay, sin embargo tiene la necesidad de dejar testimonio sobre dos hechos importantes en su biografía: la experiencia que le significó confrontar, acompañado de su padre, al Viejo de su infancia en un escenario que modifica la geografía de sus haciendas en Huanipaca y el impacto indeleble y profundo que le produjo conocer el Cusco. Como se ha señalado El Viejo es dibujado en las primeras palabras de la narración y llena también las páginas finales y su presencia omnisciente articula la novela de principio a fin. En las últimas líneas Ernesto va al reencuentro con su padre dirigiéndose al territorio donde el Viejo tiene sus espacios de dominio feudal. Es inicio y final de la trama porque la vida de José María y Ernesto están malignamente afectadas por la presencia de este personaje; la soledad lacerante del escritor y de Ernesto, el profundo y visible desarraigo de su existencia tienen base en un origen directamente vinculado a las haciendas del Viejo, universo opresivo en el que transcurre su biografía, aún inconclusa.
Los protagonistas: El Viejo, Ernesto y el padre hacen de la ciudad escenario de diálogos y caminatas que se entrelazan uniendo las vías y nervaduras de su constitución mítica: la pared inca, la casona, los templos cristianos, la Maria Angola y estrechas callejuelas se enlazan urdiendo una trama que integra el escenario y los diálogos de manera que la ciudad se anuncia a través del lenguaje de Ernesto. Arístides ha sido excluido de la ficción. Nunca expresó Arguedas las razones de esta decisión. Muy cercano al escritor en experiencias fraternales es probable que el motivo estribe en la necesidad de acentuar la individualidad y soledad de Ernesto, su condición de waccha irremediable y conseguir con más eficacia que la historia golpeara las conciencias, motivación honda de su escritura.
A medida que los inasibles contenidos de la trama urbana se van develando ante los ojos del adolescente e interprete cultural, la ciudad se va imponiendo como figura principal de la realidad realidad novelesca. Los parágrafos que Arguedas integra en torno a ella contienen la auscultación más notable del Cusco que un literato ha logrado. Cornejo Polar, con la penetrante agudeza que luce siempre, señala que los recuerdos de Ernesto compromete a todo un pueblo y se inserta en una categoría histórica. A los catorce años Ernesto puede recordar su cercana infancia; pero un sector de su memoria excede los límites de su propia vida: puede recordar también, de alguna manera, el remoto pasado del mundo que pretende asumir[22].
El autor, a través de la sensibilidad hiperestésica de Ernesto, aprehende el sustrato medular de la ciudad definiendo la majestuosa combinación de dos culturas que él distingue no imbricadas pero sí superpuestas. Piedra quechua encimada de barro castellano en una continuidad que no resuelve la contradicción andina-española y tampoco genera una síntesis nueva. La descripción que logra Ernesto es mucho más expresión de un sentimiento de un estado de exaltación que proviene de la acumulación de historia y cultura que conserva; no es precisamente un pensamiento razonado de las dificultades que enfrenta la edificación del mestizaje y por eso mismo es la expresión acabada de una extendida mirada quechua sobre la ciudad. Expresa con claridad la diferencia entre el logos de la ratio y del mito, la distancia que existe entre la razonada interpretación de un urbanista ilustrado occidental y la percepción mítica de un descendiente directo del espacio andino. Con trazos magistrales se sumerge en el significado propio del Cusco y en la esencia de su ser íntimo. No obstante que pueda parecer extensa la reproducción de los párrafos arguedianos, presentarlo es el único modo de acceder a su exacto contenido.
“Entramos al Cuzco de noche. La estación del ferrocarril y la ancha avenida por la que avanzábamos lentamente, a pie, me sorprendieron. El alumbrado eléctrico era más débil que el de algunos pueblos pequeños que conocía. Verjas de madera defendían jardines y casas modernas. El Cuzco de mi padre, el que me había descrito quizá mil veces, no podía ser ese.
Mi padre iba escondiéndose junto a las paredes, en la sombra. El Cuzco era su ciudad nativa y no quería que lo reconocieran. Debíamos de tener apariencia de fugitivos, pero no veníamos derrotados, sino a realizar un gran proyecto[23].
Como se ha señalado, Arguedas novela una ubicación distinta a la casona y la sitúa en la propia calle de Inca Roca; sin embargo, reproduce la básica distribución interna vertebrada por tres patios sucesivos. Los viajeros se incomodan por las precarias condiciones que ofrece el marginal y oscuro alojamiento ofrecido en el tercer y último patio. A Ernesto le trae a la memoria las difíciles condiciones en que transcurrió su infancia en las haciendas del gamonal. Es la cocina de los arrieros, le dice el padre, nos iremos mañana mismo, hacia Abancay. No vayas a llorar. ¡Yo no he de condenarme por exprimir a un maldito! La habitación servía de cocina para indios. “¡El Viejo!, piensa Ernesto, ¡Así nos recibe!” El recinto
le ayuda al joven protagonista a recordar su pasado: era muy parecida a la cocina en que me obligaron a vivir en mi infancia; al cuarto oscuro donde recibí los cuidados, la música, los cantos y el dulcísimo hablar de las sirvientas indias y de los “concertados”. Luego de unos instantes caminan hacia la puerta de ingreso de la casona y el padre le menciona: ¡Espérame, o anda a ver el muro. Tengo que hablar con el Viejo[24]. Es el momento que dispone Ernesto para acercarse a la pared inca.
Corre hacia él y describe que Avanzaba a lo largo de una calle ancha y continuaba en otra angosta y más oscura, que olía a orines. Esa angosta calle escalaba la ladera. Caminé frente al muro, piedra tras piedra. Me alejaba unos pasos, lo contemplaba y volvía a acercarme. Toqué la piedra con mis manos; seguí la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos, en que se juntan los bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro parecía vivo, sobre la palma de mis manos llameaba la junturas de las piedras que había tocado.
Mientras miraba, agachado una de las piedras, apareció un hombre por la bocacalle de arriba…orinó en media calle, y después siguió caminando. Ernesto, entonces, le confiere animación al muro y piensa que el borracho “Ha de desaparecer. Ha de hundirse”. No porque orinara, sino porque contuvo el paso y parecía que luchaba contra la sombra del muro; aguardaba instantes, completamente oculto en la oscuridad que brotaba de las piedras. El paso del hombre no fractura la inmediata relación que el joven ha establecido con las piedras: no perturbó el examen que hacía del muro, la corriente que entre él y yo iba formándose.
Eran más grandes y extrañas de cuanto había imaginado las piedras del muro incaico; bullían bajo el segundo piso encalado que por el lado de la calle angosta era ciego. Me acordé, entonces, de las canciones quechuas que repiten una frase patética constante: “yawar mayu”, rio de sangre; “yawar unu”, agua sangrienta; puk’tik’ yawar k’ocha”, lago de sangre que hierve; “yawar wek’e”, lágrimas de sangre. ¿Acaso no podría decirse “yawar rumi”, piedra de sangre, o “puk’tik’ yawar rumi”, piedra de sangre hirviente? Está estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen una cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa. Los indios llaman “yawar mayu” a esos ríos turbios, porque muestran con el sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre. También llaman “yawar mayu” al tiempo violento de las danzas guerreras, al momento en que los bailarines luchan.
‒Puk´tik´yawar runi – exclamé frente al muro, en voz alta
Y como la calle seguía en silencio, repetí la frase varias veces.
Mi padre llegó en ese instante a la esquina. Oyó mi voz y avanzó por la calle angosta.
‒el Viejo ha clamado y me ha pedido perdón ‒dijo‒. Pero sé que es un cocodrilo. Nos iremos mañana. Dice que todas las habitaciones del primer patio están llenas de muebles, de costales y de cachivaches; que ha hecho bajar para mí la gran cuja de su padre. Son cuentos. Pero yo soy cristiano, y tendremos que oír misa, al amanecer, con el Viejo, en la catedral. Nos iremos enseguida. No veníamos al Cuzco; estamos de paso a Abancay. Seguiremos viaje. Este es el palacio de Inca Roca. La plaza de armas está cerca. Vamos despacio. Iremos también a ver el templo de Acllahusi. El Cuzco está igual. Siguen orinando aquí los borrachos y los transeúntes. Más tarde habrán otras fetideces…Mejor es el recuerdo. Vamos.
‒Dejemos que el Viejo se condene –le dije-. ¿Alguien vive en este palacio de Inca Roca?
‒Desde la Conquista
‒¿Viven?
‒¿No has visto los balcones?
La construcción colonial suspendida sobre la muralla, tenía la apariencia de un segundo piso. Me había olvidado de ella. En la calle angosta, la pared española blanqueada, no parecía servir sino para dar luz al muro.
‒Papa le dije‒. Cada piedra habla. Esperemos un instante.
‒No oiremos nada. No es que hablan. Estás confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan.
‒Cada piedra es diferente. No están cortadas. Se están moviendo.
Me tomó del brazo.
‒Dan la impresión de moverse porque son desiguales, más que las piedras de los campos. Es que los incas convertían en barro la piedra. Te lo dije muchas veces.
‒Papá, parece que caminan, que se revuelven, y están quietas.
Abracé a mi padre. Apoyándome en su pecho, contemplé nuevamente el muro.
‒¿Viven adentro del palacio´‒volví a preguntarle.
‒Una familia noble.
‒¿Cómo el Viejo?
‒No son nobles, pero también avaros, aunque no como el Viejo. ¡Como el Viejo no! Todos los señores del Cuzco son avaros.
‒¿Lo permite el Inca?
‒Los incas están muertos
‒Pero no este muro. ¿Por qué no lo devora, si el dueño es avaro? Este muro puede caminar; podría elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin del mundo y volver. ¿No temen quienes viven adentro?[25]
Variadas son las interpretaciones que pueden surgir de esta descripción. Es probable que Arguedas no haya previsto provocar una lectura que vaya más allá de la recuperación del singular modo en que el pueblo que comparte sus raíces, el pueblo indio, aprecia lo que se considera inanimado por la cultura occidental. En su producción antropológica no se encuentra desarrollos extensos sobre el tema. Su discurso de agradecimiento por el premio Garcilaso es la muestra más integrada y extensa de esta visión: intenté convertir en lenguaje escrito lo que era como individuo: un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada y la parte generosa, humana, de los opresores. Sabemos que sus lecturas posteriores y filiación socialista no mató en él lo mágico[26]. Cuando comenta la traducción de himnos religiosos cusqueños señala las dificultades de interpretar el exacto significado de algunas palabras que expresan el lenguaje de los objetos. Mujmuy, brotar del capullo o del germen, nacer brotando; rojyay, el ronquido de las gargantas de anatomía elemental, como la del sapo; el ruido de las aguas que por la forma de su lecho pueden emitir una especie de canto animal. Señala después que sólo el hombre de cultura agrícola muy evolucionada que logra alcanzar un importante desarrollo de su capacidad creadora, puede formar palabras de tan compleja significación, que son casi el lenguaje de los objetos notables[27].
Analizando el folklore del valle del Mantaro, veintinueve años después de su visita al Cusco señala que el luminoso valle y sus frutos contrastan con el semblante grave de las montañas. Esta sensación de contraste despierta en el espíritu del viajero sensible, la siempre latente inclinación humana a lo mágico o a lo mágico estético. ¡He aquí un picaflor, brillante como una esmeralda; vibran sus alas dentro de una flor gigante de maguey; su pequeño cuerpo fulgura sobre el fondo lejano, de azul profundo, de la cordillera! Sin embargo, este valle no tiene la sombra de los campos del Cuzco, hasta donde llega mucho del mítico semblante de la alta orografía andina; no muestra tampoco el extremado contraste entre el cañaveral ardiente, que crece en las hondas quebradas de Apurímac, y las cordilleras permanentemente nevadas y altísimas que las orillan[28].
La batalla que libró por racionalizar su pensamiento nunca fue exitoso. Un párrafo de una carta remitida a Marcial Arredondo Lillo, padre de Sybila, nos proporciona una imagen de ese proceso. La evidencia, la luz, valen poco contra el hábito, contra la superstición, el temor supersticioso adquirido en la infancia. Camino penosa y lentamente hacia la victoria final en la cual no desearía que la luz desplace por entero a la sombra; he vivido lo mágico, casi toda mi materia está hecha de esta materia. Es posible que la comprensión racional de todo no ahogue el conocimiento intuitivo, la comunión viva con las cosas que han sido el origen de todo cuanto sé y soy[29].
Aquí, el animismo ‒con frecuencia ininteligible en su sentido esencial‒, que le confiere el don de lenguas a la piedra no es atavismo extraviado de un joven primitivo y “arcaico”. Es la expresión de un chanca moderno que observa con ojos y alma antigua, milenaria, la imponente edificación que reúne a la cultura nativa y extranjera, sin alcanzar la síntesis deseada ni ser una[30]. El remoto y vital animismo de Ernesto no desvaría su raciocinio al punto de hacerle pensar que las piedras hablan; lo utiliza como una manera de interpretar y dialogar con la naturaleza, como los antiguos dialogaban con ella y los fenómenos naturales. Ernesto sabe que existe un lenguaje para comunicarse con los elementos que la cultura occidental considera inertes. Comprende que un diálogo de esa textura es posible y existe y que es la única forma de acercarse a los restos de una incomprendida y antigua cultura. Es la forma de comunicarse y entender la simiente de una civilización que en su constitución celular considera a la naturaleza como algo suya, no externa a ella, no objetivada frente al Ser. Conversa y vive con ella y en ella; en armonía y complementariedad. En apenas un instante Ernesto descubre, siente, que es la cultura madre quien otorga identidad a la unión india castellana. Las rocas talladas integran en su personalidad el hecho hispano; han dejado de lucir solitariamente incas; sobre ellas se encarama un nuevo lenguaje que Ernesto ignora y que no intenta interpretar por inexistente y porque él conserva y habla el lenguaje de sus ancestros que les hacía posible dialogar con las rocas. Observa Ernesto que la piedra hierve y se diluye en sangre; se revela, adjudicándole una nueva humanidad al balcón y a la jamba españolas. El muro pétreo silencia lo castellano y es voz de la síntesis; lo ibérico vive, pero, solo a instancias de la primigenia existencia de la piedra. No es la base, tampoco su raíz; es la variedad, no el patrón ni el pie. Lo quechua le confiere humanidad y lengua a las heterogéneas formaciones. La síntesis quechua–castellana, la concibe andina. El padre, desde otra orilla cultural, no lo comprende; sin embargo, lo intuye, su respuesta reconoce la diferencia pero no acierta al interpretarlo y le responde: Tú ves como niño algunas cosas que los mayores no vemos. Acercándose desorientado, lo convoca a la racionalidad occidental. El Viejo, más tarde, al observar el muro, en una visión aún más ortodoxamente occidental, en armonía con las opiniones del padre, comenta que es el ejemplo del caos de los gentiles, de las mentes primitivas[31]. El Yawar Mayu andino al que alude el joven Ernesto es recordado más tarde por el antropólogo Arguedas ya en trance de muerte, cuando luego de una relectura de su novela Todas las sangres menciona que en sus páginas está el hombre, libre de amarguras y escepticismo, que fue engendrado por la antigüedad peruana y también el que apareció, creció y encontró al demonio en las llanuras de España. Parte de estos diablos se mezclaron en los montes y abismos del Perú, permaneciendo, sin embargo, separados sus gérmenes y naturaleza, dentro de la misma entraña, pretendiendo seguir sus destinos, arrancándose la tripas el uno al otro, en la misma corriente de dios, excremento y luz. Y esa pelea aparece en la novela como ganada por el yawar mayu, el rio sangriento, que así llamamos en quechua al primer repunte de los rios que cargan los jugos formados en las cumbres y abismo por los insectos, el sol, la luna y la música. Allí, en esa novela, vence el yawar mayu andino, y vence bien. Es mi propia vitoria[32].
Observemos que las piedras no se expresan en un solo lenguaje; cada piedra habla, no se comunican a través del castellano aprendido por Ernesto. Se expresan en distintos códigos verbales como las lenguas de los doscientos pueblos que escuchó en sus viajes. Del mismo tipo que los vestidos, bailes y las canciones que su padre, y él mismo, recordaba pueblo por pueblo, comunidad por comunidad y que debajo de la aparente uniformidad occidental nos integran desde siempre. Ernesto intuye que él constituye el maduro centro de la cultura; más tarde, el Arguedas antropólogo ratifica esta impresión. En carta a Marcial Arredondo Lillo le recalca: camino penosa y lentamente hacia la victoria final en la cual no desearía que la luz desplace por entero a la sombra: he vivido lo mágico, casi toda mi materia está hecha de esta materia[33]. En entrevista para un diario limeño en 1966 manifiesta que el conocimiento y la descripción de un país como el Perú era una tarea muy compleja; cualquier descripción, por más objetiva y más etnográfica que fuera, tendría que contener elementos mágicos, despertando con ello meditaciones insospechadas arrancadas de las profundidades del alma humana[34]. En un artículo periodístico escrito en Berlín, en 1962, señala: Hay en el Perú un trasfondo místico que viene de sus milenios de historia; hay en el hombre, especialmente en los Andes, en las comunidades, una no escondida fe, una seguridad religiosa en su poderío[35].
Al final del momento singular que describimos, Ernesto pregunta por el Inca, convencido de su existencia. El padre le responde que los incas están muertos. Ernesto replica:
‒Pero no este muro. ¿Por qué no lo devora, si el dueño es avaro? Este muro puede caminar; podría elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin del mundo y volver.
Para el joven narrador hay un pasado que habla se comunica con el presente, que existe y vive hoy y que está en condiciones de devorar al Viejo y a todos sus semejantes y a toda la avaricia de un mundo hostil a sus valores distintos y distantes de la reciprocidad y complementariedad andinas. Ese mundo podría elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin del mundo y volver. Volver en cualquier momento que se lo proponga; porque respira, es actual. Es entonces que Ernesto le dice a su padre: Dondequiera que vaya, las piedras que mandó formar Inca Roca me acompañaran. Quisiera hacer un juramento[36]. La promesa no llega a realizarse por la oposición de la paterna racionalidad occidental que le responde que está alterado y que mejor es ir a la catedral porque aquí hay mucha oscuridad…el Viejo nos ha trastornado, vamos a rezar. El lector tiene que completar el juramento por la única vía posible que nos deja los antecedentes del texto: que prometa un modo de adhesión eterna a una forma de ver el mundo, de fidelidad a una manera de convivir con un universo donde las piedras se forman cada una distinta y sin embargo tienen la capacidad de juntarse y edificar un homogéneo muro en armonía con los seres y la naturaleza.
Dejando el muro atrás, en la caminata hacia la Catedral se restablece el diálogo, revestido de nuevo de una aureola de penetrante auscultación del sentido del Cusco. Es cuando oyen el tañido de la María Angola.
Estábamos juntos; recordando yo las descripciones que en los viajes hizo mi padre, del Cuzco. Oí entonces un canto.
-¡La María Angola! –le dije.
-Sí. Quédate quieto. Son las nueve. En la pampa de Anta, a cinco leguas, se le oye. Los viajeros se detienen y se persignan.
La tierra debía convertirse en oro en ese instante; yo también, no sólo los muros y la ciudad, las torres, el atrio y las fachadas que había visto.
La voz de la campana resurgía. Y me pareció ver, frente a mí, la imagen de mis protectores, los alcaldes indios: don Maywa y don Víctor Pusa, rezando, arrodillados delante de la fachada de la iglesia de adobes, blanqueada, de mi aldea, mientras la luz del crepúsculo no resplandecía, sino cantaba. En los molles, las águilas, los wamanchas tan temidos por carnívoros, elevaban la cabeza, bebían la luz, ahogándose[37].
No es el muro inca esta vez; son las pulsaciones de la campana que lo asocia de nuevo a sus principios. La voz de la campana, a pesar de su extraordinario poder, no lo transforma en “aculturado”. La campana tiene voz, pero no es capaz de articular diálogo, y cuando canta lo hace en tono grave, serio, distante. Su tañido colonial convierte en oro su propio ser, a la tierra, a los muros y la ciudad, las torres y las fachadas que había visto. El bronce español no petrifica la estructura urbana, lo reconvierte en aurífero y andino elemento; lo lleva de vuelta a las raíces de la ciudad. El sonido lo conduce frente a la imagen de sus protectores, los alcaldes indios: don Maywa y don Víctor Pusa, que rezan, arrodillados delante de la fachada de la iglesia de adobes, blanqueada, de su aldea. Autoridades indias que trascienden el territorio aldeano e impregnan de su presencia al Perú integral que escucha las vibraciones más allá de Anta y reza con ellos. El canto de la campana se acrecienta, atravesaba los elementos; y todo se convertía en esa música cuzqueña, que abría las puertas de la memoria. Después de recorrer los palacios incas Ernesto incorpora la campana a un mundo más amplio que trasciende la pampa de Anta. Recuerda que en los grandes lagos, hay campanas que tocan a medianoche…Pensé que esas campanas debían ser illas, reflejos de la María Angola, que convertiría a los amarus en toros. Desde el centro del mundo, la voz de la campana, hundiéndose en los lagos, habría transformado a las antiguas criaturas. Al canto grave de la campana se animaba en mí la imagen humillada del pongo. Líneas más adelante asocia la voz de la campana al sufrimiento de su pueblo indio. Recuerda Ernesto la vez cuando su padre lo rescató de casas ajenas y vagué con él por los pueblos, encontré que en todas partes la gente sufría. La María Angola lloraba, quizás, por todos ellos desde el Cuzco. Estas reflexiones no las realiza solo, las hace con su padre como interlocutor y nexo castellano con la realidad y la ciudad que lo deslumbra y lo ratifica en sus orígenes y cultura; en su destino. Por eso; cuando el Viejo, en medio de un lujoso salón que impresiona a Ernesto, le pregunta:
‒¿Cómo te llamas?
Yo estaba prevenido. Había visto el Cuzco. Sabía que tras los muros de los palacios de los incas vivían avaros. “Tú”, pensé, mirándolo también detenidamente. La voz extensa de la gran campana, los amarus del palacio de Huayna Cápac, me acompañaban aún. Estábamos en el centro del mundo.
‒Me llamo como mi abuelo señor – le dije[38].
En su respuesta Ernesto-José María redime su estirpe cusqueña, el nombre de su abuelo: José María Arguedas Soto. Rescata la ciudad abierta, de todas las sangres, centro del mundo.
El joven desorientado, nervioso, defendiendo sus espacios familiares frente a la despiadada e invasiva injerencia del Viejo, quiere partir lo más pronto. El padre no tiene éxito en llevar adelante su gran proyecto. Le tiemblan las manos en el Cusco, y cuando su hijo no puede contener el llanto viendo al maltratado cedrón en uno de los patios de la casona, le dice: ¡Es el Cuzco! Así agarra a los hijos de los cuzqueños ausentes. El padre, distanciado de las reflexiones de Ernesto cree que la armonía de Dios existe en la tierra y pide perdonar al viejo: por él conociste el Cuzco.
El escenario y los personajes que confluyen en el capítulo inicial son ilustrativos del corpus cusqueño y del universo arguediano. En los párrafos finales aparece el antropólogo Arguedas y recrea un contexto urbano que fue médula del poder político y eje de la sacralidad religiosa inca. El antiguo Wacaypata, se sitúa en el corazón del puma de Pachacutec y antiguo asiento de palacios y adoratorios incas. Con ella se conecta de manera directa la calle del palacio de Inca Roca ‒de la piedra de los doce ángulos‒, y se prolonga camino del Contisuyo; hacia el este la calle Loreto Kijllu, que conduce al cercano Koricancha, Templo del Sol. Esta vía contiene el Amaru Cancha, antiguo palacio de Huayna Cápac y el Acllahuasi, templo de las escogidas. En lo alto, vigilante y tutelar se nombra a Sacsayhuaman, cabeza del puma. Son espacios que Ernesto describe y que al recorrerlos junto a su padre ayudan a restituir vinculaciones melladas mientras observaban las piedras incas. Frente al Señor de los Temblores, Ernesto observa que el rostro de la imagen era casi negro, desencajado, como el del pongo en la casa del Viejo. Es momento en que establece conexión directa entre la religiosidad occidental con los padecimientos del oprimido pongo; el Cristo no es pertenencia del Viejo sino figura que se consustancia con los oprimidos. En otra dimensión más vasta, el narrador imbrica el sentimiento religioso del Viejo y de la ciudad y la lleva a las fronteras donde dos ritos religiosos se distancian irreconciliables. Es el rostro desencajado y casi negro del pongo el que instala la relación que la propia doctrina cristiana no ha logrado. El pongo es la imagen del Cristo de los Temblores y Arguedas con estos pasajes hilvana imágenes excluyentes de dos religiosidades: la andina y occidental, intentando instalar puentes de comunicación entre ambas sin saber cómo lograrlo a plenitud.
En este anfiteatro de pocas arterias se desenvuelven las cortas horas cusqueñas de la novela. Arguedas elige el núcleo central de la urbe indiana, que por las características de la cultura andina es también el escenario de sus prácticas civiles y religiosas. En un extremo el muro inca más conspicuo de la ciudad enlazado con el Wacaypata como espacio vinculante con el templo principal, en el otro extremo. La casa del Viejo instalada en medio de estos lugares de gran simbolismo. Allí la naturaleza desvalida y aprisionada por siglos de olvido y opresión: el cedrón, bajo y de ramas escuálidas, martirizado, perfumaba el patio, rehén de la avaricia y del egoísmo contrasta con el vigor de los eucaliptos de las faldas de los cerros que llevan a la fortaleza. Es su relación más diáfana y transparente con la ciudad; amistad y ternura que, al mismo tiempo, le hace temer al Cusco; resumen de las sensaciones contradictorias que le prodiga la ciudad. En la casona habitan el mestizo y el pongo. Un ser aculturado, el primero, guardián de la casona que los recibe y guía. Viste de montar y tiene una actitud casi insolente; es apenas una extensión difusa del amo; existe porque el gamonal respira. Con él no hay comunicación, sino frialdad y distancia que se extiende al trato con el Viejo. El pongo, que señala ser de la hacienda, ni cusqueño ni peruano, de la hacienda; posee la imagen humillada…su cabeza descubierta [con] los pelos… premeditadamente revueltos, cubiertos de inmundicia. “No tiene padre ni madre, solo su sombra”[39]. Recibe el examen atento de Ernesto, descrito con detalle, con piadoso detalle. Habla con él, se conduele, le extiende su amistad, lo mira con la solidaridad del marginado, del waccha solitario. El conocimiento del pongo es una experiencia inédita para él. En ninguno de los centenares pueblos donde había vivido con mi padre, hay pongos, dice. Es la figura de la postración y marginación, como la propia cultura de la que proviene Ernesto. Sin embargo; a pesar de la suciedad que luce es un personaje limpio, en la perspectiva que le otorga al término Gustavo Gutiérrez: La limpidez es un requerimiento fundamental en la construcción de mujeres y hombres nuevos… es más bien un elemento de comunión humana y cósmica que se alimenta en las fuentes mismas de la vida. De allí que aparezca para Arguedas como un elemento decisivo de identidad persona y en el de un pueblo[40]. El gamonal se humaniza ante los ojos del joven y asume su talla histórica fuera de los marcos de oro de su salón al punto que Ernesto reconoce que era muy bajo, casi un enano. El microcosmos de estos dos capítulos iniciales también contienen a los frailes que preparan veladas para recibir al Viejo; trazo escueto, suficiente para hacernos ver la comunidad de intereses que los une. El pueblo llano no se asoma en los capítulos. Son mostrados a través de escuetas líneas que configuran una imagen de ausencia y de silencio. Así es el borrachín que micciona sobre los muros incas; los peatones que se detienen a observar la extraña figura del Viejo; los inquilinos de la casona que maltratan al cedrón y se asoman como sombras difusas al paso de los visitantes. Son la plebe impersonal, sin voz ni opinión, sometida a los poderes facticos que gobiernan la ciudad: religión, frailes y terratenientes.
Ernesto encuentra en Cusco elementos de reflexión que no recibió de su padre cuando le hablaba de la ciudad.Trajinando sus calles actúa al margen de sus criterios, las reseñas que escuchó son sólo guía y nexo con la trama urbana que en encuentra a su paso. Sus ideas van mucho más allá de las imágenes que enlazó en el pasado. El padre representa la percepción occidental y cristiana matizada por elementos andinos, insuficientes para articular un lenguaje integrador. Su progenitor es habitante de un espacio liminar, en los bordes del mundo andino y español. Lo podemos observar en la forma en que el padre le explica el cielo nocturno y que Arguedas recuierda: El llama Yacana me fue mostrado por mi padre cuando era niño. Debajo de esa mancha inmensa, que representa una llama arrodillada, de cuello muy largo y en cuya cabeza algo difusa brilla una estrella, aparece una cruz, muy claramente dibujada por otras estrellas menores. Mi padre me dijo que esa cruz se formó en el cielo a la llegada de los españoles como un símbolo de la cristianización de los indios[41]. Versión que somete el firmamento andino a las concepciones cristianas que Ernesto recusa. No es el Cusco del padre el que reseña en su novela. Es posible hallar un rastro de estas posiciones en el cuaderno escrito por Arguedas en la cárcel donde describe a su padre de ojos azules,…blanco, de cabellos muy castaños; su nariz aguileña y su gran barba eran las de un español legítimo. Allí mismo recuerda una expresión repetida varias veces al día, indicativa de las contradicciones que mantenía con el mundo indio: ¡Indio! Contigo ni bien ni mal, porque el mal lo castiga Dios y el bien los castigáis vos. Mi padre repetía esa frase varias veces al día; sin embargo no tuvo jamás mejores amigos que los indios. Nunca pudo mi padre intimar con las gentes notables de los pueblos donde residimos, huía de ellos muy extrañamente[42]. Víctor Manuel es, como lo reconoce en carta a Gonzalo Lozada, poco antes de su suicidio, junto a los libros, la razón para lograr el mejor entendimiento del castellano, la mitad del mundo[43]. Es la visible contradicción que alberga el espíritu de muchos peruanos. El padre está completamente extraviado frente al diálogo que establece su hijo con el muro inca al punto que este se ve impedido de concretar su juramento ante ellos. A pesar de sus desacuerdos Ernesto le tiene paciencia al padre, no le reprocha su incomprensión del espacio mítico andino; aquél que proviene de milenios de historia encima. El padre es un “criollo“ situado en el territorio de la racionalidad occidental, impedido por ello de entender la andina lectura que hace su hijo de los muros incas.
Intercambian ambos, instantes de cercanía y distancia; hablan del lenguaje de las piedras y discute la presencia de dos iglesias, formas distintas de entender la religión. Las piedras de la catedral tienen extraviada la voz y perdido el encanto por el cincel de hierro y la cal españolas. Las edificaciones de la plaza le niegan el crecimiento a los árboles y plantas que parecían intencionalmente empequeñecidas. Asegura el padre que en la plaza sagrada Dios vive mejor, porque es el centro del mundo, elegida por el Inca. En cambio, a Ernesto la catedral le hace sufrir. En un gesto de acercamiento a las ideas del hijo el padre asegura que Por eso los jesuitas hicieron la compañía, representan el mundo y la salvación. Enel interior de la catedral padre e hijo alcanzan un momento de unidad ideológica, cuando se arrodillan frente al cobrizo Señor de Los temblores. Ante su imagen hay también unidad con los indios del Cuzco que lanzaban un alarido que hacia estremecer la ciudad cuando aparecía en la puerta de la catedral.
Los dos personajes se hallan atrapados en contradicciones que se alternan asociadas al pensamiento dual andino y sus formas de oposición que se manifiestan como la expresión de dos realidades complementarias, con elementos que pugnan por hallar la unidad no obstante su diversidad: piedra-balcones; cedrón-miedo, cedrón-piedad, cedrón-eucaliptos; pongo-mestizo, pongo-viejo; padre-viejo; Ernesto-padre; Ernesto-Viejo; catedral-iglesia jesuita; mestizo-inquilinos. Son propias de la materia que compone la filosofía andina y de necesario entendimiento para acercarse a sus elementos esenciales. Sus componentes son elementos autónomos que buscan la complementación y unidad para retomar después autonomía y nuevas formas de diversidad. El tiempo de la corta estadía es suficiente para que Ernesto observe e interiorice, a través del muro inca, los contenidos esenciales de la mítica realidad cusqueña, acercarse a sus principios más íntimos y mostrar los constituyentes mágicos de su visión y poner a nuestro alcance toda la sutileza de su mirada cultural y social; la continuidad y vigencia de un mundo que se mantiene vivo, aguardando el tiempo de su redención. Es una realidad semejante a la narrada por el artista Chirico que señala que una obra de arte debe relatar algo que no aparece en su forma visible[44].
En la realidad la visita demora alrededor de una semana, después Víctor Manuel, Arístides y José María abandonan el Cusco dejando al inconforme hermano Pedro en la ciudad. Se dirigen a Abancay donde José María quedará finalmente internado en el colegio Miguel Grau de los mercedarios para culminar sus estudios primarios. Uno de los últimos pensamientos de Ernesto antes de partir es recordar la imagen del pequeño cedrón de la casa del Viejo, quizá como expresión de sus sentimientos por el hermano ausente. Alejándose del Cusco observa Sacsayhuaman, espacio cercano a lo inca y liberado de la influencia del Viejo, extrañado que en sus laderas: envenenadas por los avaros de la ciudad crecieran eucaliptos.
Al culminar la novela, en cortos párrafos finales, el Viejo reaparece. Culmina el año escolar y su padre ha encargado al director del colegio que Ernesto se encamine a una de las haciendas de Manuel Jesús, el Viejo. El nombre no duplica la realidad con exactitud: se omite el segundo nombre, María. El adolescente obedece la orden del padre y se dirige caminando hacia el encuentro con el Viejo. La ruta hacia las haciendas lejanas, si nos guiamos por los nombres que señala Ernesto, no sigue un itinerario compatible con la real ubicación del ulterior territorio que debe alcanzar. No obstante, es un retorno muy claro a sus orígenes, al mundo andino del que procede y donde José María vivió sus primeros años.
A manera de parcial resumen ‒más adelante abordaremos de nuevo el tema‒ podemos afirmar que recibimos de Arguedas la visión más cercana y prístina de esto que se ha llamado por décadas cosmovisión andina y que en su justa dimensión se trata de los fundamentos de un universo filosófico que sirvió para construir una civilización que aún se mantiene viva ante nuestra mirada y en los intersticios ocultos de una sociedad que ha construido lo fundamental de ella asentada en sus razones. Por ser José María el primer escritor de origen indio recibimos de él una manera de ver e interpretar el mundo que ha estado por milenios en la base de la vertebración de todas las culturas que conformaron la gran civilización andina. Arguedas ha tenido la virtud de entregarnos esa realidad incontaminada en su esencia. Son varios los espacios en que nos entrega esta forma de pensamiento. En entrevista que le concede a Ariel Dorfman le menciona que su obra ha contribuido a revelar…no sólo cómo es el indio, sino el hombre andino en todos sus estratos y continúa señalando o que también contribuyó a descubrir cuán bello es el mundo cuando es sentido como parte de uno mismo y no como algo objetivo. Precisa a continuación que tuvo la fortuna de pasar mi niñez en aldeas y pueblos con una muy densa población quechua. Fui quechua casi puro hasta la adolescencia. No me podré despojar casi nunca ‒y esto es una limitación‒ de la pervivencia de mi concepción primaria del universo[45]. Arguedas aquí expresa con singular precisión el punto nodal de su pensamiento: considerar la Naturaleza como parte constitutiva de su propio Ser, no extensión, es Ser constituido por Naturaleza; del mismo modo en que el indio sustenta su vinculación con la materia. Razonar el equívoco de esta concepción, sentirse impedido de superar esta limitación, inútil para desarrollarse en la sociedad dominante cuya objetivación de la Naturaleza es uno de los elementos que estructuran su pensamiento.
El suyo, ¿es animismo primario, panteísmo elemental, o esconde más bien una densa filosofía que es necesario rescatar y desarrollar? En las ultimas paginas planteamos y discutimos esta última alternativa y llamamos Filosofía del Yawar mayu al pensamiento que Arguedas encarna. Es una obligación desarrollarlo desterrando el propósito infundado de buscar filosofía nacional en aquellos pensadores que por cientos de años no han hecho otra cosa que imitar a la filosofía occidental. Para estructurar lo andado hasta aquí, es necesario acudir a nuestros filósofos nativos: Garcilaso, Huaman Poma, Santa Cruz Pachacuti y Arguedas, fundamentalmente.
Referirse al yawar mayu y observar la piedra del muro inca no son dos realidades que aparecen de manera inopinada en Arguedas. Se encuentran desde milenios en la estructura del pensamiento andino. Haciendo una explicación de su novela Todas las sangres, aborda el concepto. Señala: como en el aire de los abismos andinos en cuyo fondo corre agua cargada de sangre, así está, cierto el constreñido mundo indohispánico. Está el hombre, libre de amargura y escepticismo, que fue engendrado por la antigüedad peruana y también el que apareció, creció y encontró al demonio en las llanuras de España. Parte de estos diablos se mezclaron en los monotes y abismos del Peru, permaneciendo, sin embargo, separados sus gérmenes y naturalezas, dentro de la misma entraña, pretendiendo seguir sus destinos, arrancándose las tripas el uno al otro, en la misma corriente de Dios, excremento y luz. Y esa pelea aparece en la novela como ganada por el yawar mayu, el rio sangriento, que así llamamos en quechua al primer repunte de los rios que cargan los jugos formados en las cumbres y abismos por los insectos, el sol, la luna y la música. Allí, en esa novela, vence el yawar mayu andino, y vence bien. Es mi propia victoria[46].
Zenón Depaz que estudia el Manuscrito de Huarochirí que conserva tradiciones míticas de antigüedad milenaria señala que Mientras que yana mayu, que significa literalmente río negro, se refiere al estado de un río en crecida, cargado de lodo, que se designa también como yawar mayu (río de sangre), expresión que da cuenta del río en su mayor potencia. Como se puede ver en todas estas referencias, el agua negra, como símbolo, remite a la potencia vital, ánimo o kama, aquello que discurre como soporte de todas las formas de vida[47].
Comolo señala Ubilluz, el ser infinito de Dios yace en cada ser finito del mundo. En otras palabras Dios sería un espíritu difuso que recorre el mundo sin estar presentado ni representado, es decir sin tener una existencia material ni tampoco una representación imaginaria o simbólica…Dios sería el vacío de la situación, aquello que está en todas partes y, paradójicamente, en ninguna parte [48]. En seguida precisa que es innegable que hay cierto panteísmo en Arguedas, especialmente en Los ríos profundos y agrega que el yawar mayu es el Espíritu Santo en el contexto de Todas las sangres; el río “subterráneo” que empieza “su creciente”. Señala que hay, sin embargo, una diferencia entre el Espíritu Santo y el yawar mayu. El primero desciende hacia los apóstoles…el yawar mayu, por el contrario, no desciende, asciende más bien: es una fuerza subterránea inmanente, es la pulsión que por primera vez en la narrativa de Arguedas se engarza con un proyecto político bien definido: el ayllu, el cual está cargado de religiosidad andina- cristiana[49].
Acabemos este pasaje observando que el extenso espacio que le dedica José María a la descripción del muro pétreo tiene relación con una antigua vinculación del hombre andino con este elemento. Junto al agua, la luz, el tiempo, la piedra está presente desde muy antiguo en la civilización andina. El antropólogo Arguedas se refiere a este elemento cuando describe la ciudad, años después de la visita de Ernesto. En esa luz, las calles incas, estrechas, duras y clavadas en la tierra como las rocas perpendiculares de granito, y su remate de balcones gráciles y castizos, se funden con humana armonía; lo inca y lo castellano con profunda sed, en indisoluble y apasionada unidad estética; las cúpulas y las torres con los muros indios, los escudos blasonados con la piedra imperial donde fueron esculpidos[50].
Indudablemente, explica Depaz, la piedra es una de las manifestaciones privilegiadas de lo sagrado en el mundo andino, sino la principal, lo cual, por lo dicho antes, tendría que ver con el rasgo de permanencia y perpetuidad que acompaña a la imagen de la piedra, pero también a su condición de “brote” de la tierra, todo lo cual hace de la piedra una manifestación privilegiada de la potencia vital, cuya matriz simbólica en el kay pacha es precisamente la tierra que conecta con el uku pacha o ámbito de la semilla[51]. Precisa que las piedras tienen una presencia casi ubicua, ratificando así su condición de sapientes y, por tanto, de kamasqa, de entes animados, con fuerza vital[52].
Su obra, íntimamente vinculada al Cusco, permite abordar categorías nuevas y hallar significados inaugurales para entender el país y señalar sus derroteros futuros. Concuerda esta visión con la afirmación del escritor, pocos meses antes de su muerte, que señala: Con Los rios profundos, y me permitiría afirmar que desde mi Yawar Fiesta, empieza a revelarse, sin notoriedad literaria inmediata, lentamente, ese universo humano y terreno, que es de los más intrincados e interesantes del mundo, porque allí la antigüedad americana ha permanecido muy fuerte, tanto más cuanto que mayores modificaciones formales y de contenido tuvo que hacer para mantenerse y mantener por tanto una faz y una sustancia siempre nuevas y originales debido a la lucha misma por permanecer y no ser simplemente avasallado[53].
[1] Carmen María Pinilla. Arguedas en familia, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima 1999, pág. 123-124.
[2] Las razones que nos permiten utilizar desarrollos ficcionales para otorgarle contexto a nuestras afirmaciones tienen variado sustento. Testimonios familiares y académicas nos permiten usar las primeras páginas de la novela como fuentes de referencia para construir su visión del Cusco. Su hermano Arístides señala –Arguedas en familia, págs. 133- que en Los ríos profundos José María relata las experiencias de la edad juvenil, entre los quince y los dieciocho años y añade que la novela es una experiencia íntima, biográfica, personajes y mundo son recreados intensamente. Cornejo Polar señala ‒Universos narrativos…, pág.23‒ que esta concepción de la escritura literaria, que sería artificial no llamarla realista, rige absolutamente toda la obra de José María Arguedas. En la recordada mesa redonda sobre Todas las sangres, respondiendo la opinión de Salazar Bondy que indicaba que su obra no es testimonio, ‒La mesa redonda, pág. 38‒, Arguedasexclama: ¡Que no es un testimonio! Bueno, ¡diablos!, si no es un testimonio entonces yo he vivido por gusto…, es decir no, no…he vivido en vano, o no he vivido. ¡No! Yo he mostrado lo que he vivido. Alberto Flores Galindo ‒Obras completas, Tomo VI, pág. 395‒, abona también en favor de entender la obra ficcional de Arguedas como un testimonio personal al anotar que fue un hombre proclive a la autobiografía y a la confidencia. Buena parte de su obra, como antropólogo y como novelista, se alimentó de sus vivencias personales, de las cosas que él había visto o había experimentado. Compañeros de colegio reconocen en personajes de la novela a condiscípulos a quienes identifican con nombre y apellidos. José Romero ‒Los colegios mercedarios en la educación de José María Arguedas, pág. 94‒ que inspira el personaje Romerito, menciona que la novela refleja nuestra vida del colegio, aunque…adornado con sus propias vivencias…Había un padre Bonifaz…que creo reconocer allí. El Añuco también es real, era un chico Rueda, añade. Como se lee, estudiosos, amigos, familiares, coinciden en este punto y otorgan licencia suficiente para analizar su novela bajo esta perspectiva.
[3] José María Arguedas. Obras completas. Los ríos profundos. Editorial Horizonte, Lima, 1983, Tomo III, pág.14.
[4] José María Arguedas. Obras completas. Los rios profundos. Editorial Horizonte. Lima, 1983. Tomo III. Pág. 14
[5] José María Arguedas. Obras antropológica. Primer encuentro de narradores peruanos. Arequipa 1965. Editorial Horizonte, Lima, 2012. Tomo VII, pág.103.
[6] Carmen María Pinilla. Arguedas en familia, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima 1999, pág. 122.
[7] Carmen María Pinilla. Arguedas en familia, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima 1999, pág. 123.
[8]Testamento de Manuel María Guillén investigado por Ghislaine Gazeau. Octubre de 2018.
[9] Información proporcionada por Jesús Guillén Marroquín, hijo de Pedro Guillen Altamirano. 1918.
[10] José María Arguedas. Obras completas. Los ríos profundos. Editorial Horizonte, Lima, 1983, Tomo III, pág.11.
[11] Rodrigo Montoya Rojas, 100 años del Perú y de José María Arguedas, Editorial Universitaria, Lima 2011, pág. 111
[12] Rodrigo Montoya Rojas, 100 años del Perú y de José María Arguedas, Editorial Universitaria, Lima 2011, pág. 111
[13] Sara Castro Klaren, El mundo mágico de José María Arguedas, Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 1973, pág.100.
[14] Sara Castro Klaren, El mundo mágico de José María Arguedas, Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 1973, pág.143.
[15] Carmen María Pinilla. Arguedas en familia, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima 1999, pág. 122.
[16] José María Arguedas. Obras completas. Los ríos profundos. Editorial Horizonte, Lima, 1983, Tomo III, pág.19.
[17] Testimonio de Jesús Guillén Marroquín, sobrino carnal de José María Arguedas. Julio de 2918.
[18] José María Arguedas, Obra antropológica, Editorial Horizonte, Lima, 2012, Tomo I, pág. 149.
[19] Por la descripción que hace Arguedas del Viejo en el relato, Tamayo Herrera, ‒ Amor y fuego, José María Arguedas 25 años después. Arguedas, el Cusco y el quechua, DESCO, Lima, 1995, pág. 114, 115, 116‒, apunta que el escritor mantenía una relación de amor-odio con el Cusco porque amando la fecundidad de la tierra y la belleza excepcional del paisaje, señala luego que el Cusco era la capital del más sórdido e implacable feudalismo, cuando en verdad, subraya Tamayo, no era distinto que el feudalismo de Ayacucho, que Andahuaylas, que Apurímac. También consideraque el Viejo posee un maniqueísmo excesivo y que en su creación hay un poco del odio a su padre. Tesis discutible y respetable que carece de correlatos objetivos en la realidad. Sin embargo, tiene sustento pensar que el personaje no solo sintetiza la imagen del gamonal insensible de la época, sino también expresa la memoria de la infancia herida de José María que transcurre de modo muy cercano al Viejo y conserva en recuerdos indeseables las diferencias cultivadas con el padre por largos años.
[20] Sara Castro Klaren, El mundo mágico de José María Arguedas, Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 1973, pág. 90.
[21] Sara Castro Klaren. Hispamérica N°10. 1975. Pág. 53.
[22] Antonio Cornejo Polar. Los universos narrativos de José María Arguedas. Editorial Horizonte. Lima, 1997, pág.96.
[23] José María Arguedas. Obras completas. Los ríos profundos. Editorial Horizonte, Lima, 1983, Tomo III, pág. 11.
[24] José María Arguedas. Obras completas. Los ríos profundos. Editorial Horizonte, Lima, 1983, Tomo III, pág. 13.
[25] José María Arguedas. Obras completas. Los ríos profundos. Editorial Horizonte, Lima, 1983, Tomo III, págs. 13-14-15.
[26] José María Arguedas. Obras completas. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Editorial Horizonte, Lima, 1983, Tomo V, págs. 13-14.
[27] José María Arguedas. Obra antropológica. La literatura quechua en el Perú. Editorial Horizonte. Lima, 2012. Tomo II. Pág. 176-177.
[28] José María Arguedas. Obra antropológica. Folklore del valle del Mantaro. Editorial Horizonte. Tomo III, pág. 23.
[29] Juan Escobar Albornoz. Donde encontré la resurrección. José María en Chile (1953-1969). Biblioteca Nacional de Chile. Santiago de Chile, 2015, pág.113.
[30] Entre los testimonios de viajeros que han arribado al Cusco y dejado semblanzas de la ciudad destaco la escrita por Juan Contreras y Lopez de Ayala, Marqués de Lozoya ‒Raúl Porras Barrenechea. Antología del Cusco, Lima, 1993, pág. 377, 378‒, quien, en 1941, supo ver en las edificaciones cusqueñas los dos espacios divididos de lo inca y español. Señala: después de una breve contemplación más detenida vemos que lo español no es en el Cuzco sino algo leve y frágil como una espuma, que lo eterno de la ciudad no es español. Fuertes e inatacables, con la solidez de lo perenne, de lo que se ha hecho para desafiar a los siglos, están formando la base de todos los edificios, los muros incaicos de trabazón apretada y labra perfecta. Prosigue: en cuanto a los monumentos del Cuzco hay que advertir la separación completa entre las dos culturas. La cultura precolombina y la española que conviven sin mezclarse. No tengo cultura suficiente para enjuiciar el arte precolombino. Baste expresar mi admiración ante la nobleza de sus proporciones y lo perfecto de su labra.
[31] José María Arguedas. Obras completas. Los ríos profundos. Editorial Horizonte, Lima, 1983, Tomo III, pág. 23.
[32] José María Arguedas. Obras completas. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Segundo diario. Editorial horizonte, Lima 19983. Tomo V pág. 71.
[33] Juan Escobar Albornoz. Donde encontré la resurrección. José María Arguedas en Chile (1953-1969). Biblioteca Nacional de Chile, Santiago de Chile, 2015. Pág.113.
[34] Carmen María Pinilla, Arguedas conocimiento y vida. Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima 1994. Pag. 138.
[35] José María Arguedas. Obra antropológica. No destruyamos el Perú amado. Editorial Horizonte, Lima 2012. Tomo V, Pág. 374
[36] José María Arguedas. Obras completas. Los ríos profundos. Editorial Horizonte, Lima, 1983, Tomo III, pág.15.
[37] José María Arguedas. Obras completas. Los ríos profundos. Editorial Horizonte, Lima, 1983, Tomo III, págs.18-19.
[38] José María Arguedas. Obras completas. Los ríos profundos. Editorial Horizonte, Lima, 1983, Tomo III, pág. 22.
[39] O. C. José María Arguedas. Obras completas. Los ríos profundos. Editorial Horizonte, Lima, 1983, Tomo III, pág.23.
[40] Pedro Trigo, Arguedas, mito, historia y religión, CEP, Lima, 1982, pág. 255.
[41] Jose María Arguedas, traductor. Dioses y hombres de Huarochirí. Narración recogida por Francisco de Ávila [¿1598?]. Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Lima, 2009. Pág.3.
[42] Carmen María Pinilla, Apuntes inéditos, Celia y Alicia en la vida de José María Arguedas, Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima, 2007, pág. 74.
[43] José María Arguedas, Obras completas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, Tomo V, pág. 203.
[44] Edmundo Bendezú Aibar. Ama Waqaspalla, José María Arguedas. Universidad Ricardo Palma. Editorial Universitaria. Lima 2014, pág. 91.
[45] Dánisa Catalán C. José María Arguedas habla desde Chile Algunas reflexiones en torno a tres documentos poco difundidos. Anthropologica N°20. PUCP. Lima, 2002, pág. 118.
[46] José María Arguedas. Obras completas. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Segundo diario. Editorial Horizonte, Lima, 1983, pág. 71.
[47] Zenón Depaz Torero. La cosmo-visión andina en el Manuscrito de Huarochirí. Ediciones Vicio Perpetuo Vicio Perfecto. Lima, 2015. Pág. 230.
[48] Ricardo Cuenca-Ramón Pajuelo, editores. Arguedas. El Perú y las ciencias sociales. Nuevas lecturas. IEP, Derrama magisterial. Lima, 2014, pág. 49.
[49] Ricardo Cuenca-Ramón Pajuelo, editores. Arguedas. El Perú y las ciencias sociales. Nuevas lecturas. IEP, Derrama magisterial. Lima, 2014, págs. 50-51.
[50] José María Arguedas. Indios, mestizos y señores. El nuevo sentido histórico del Cuzco. Editorial Horizonte. Lima, octubre de 1989, Pág. 107.
[51] Zenón Depaz Torero. La cosmo-visión andina en el Manuscrito de Huarochirí. Ediciones Vicio Perpetuo Vicio Perfecto. Lima, 2015. Pág. 236.
[52] Zenón Depaz Torero. La cosmo-visión andina en el Manuscrito de Huarochirí. Ediciones Vicio Perpetuo Vicio Perfecto. Lima, 2015. Pág. 240.
[53] Dánisa Catalán Contreras. José María Arguedas habla desde Chile. Algunas reflexiones en torno a tres documentos poco difundidos. Anthropologica N° 20. Lima, 2002, pág.115.