Este año se cumplen los emblemáticos cincuenta años de la muerte de Arguedas. Recordarlo, leer su obra y hablar de él y de sus diversos significados es tarea imprescindible. Hay que hacerlo. Los cien años de su nacimiento fueron silenciados por el criollo régimen de Alan García de entonces. No le perdonaron su permanente posición de crítica al aprismo y del proyecto de pais que representaban.
No esperemos eventos memorables de este gobierno, pero no habrá por lo menos hostilización o silencio organizado. La indiferencia será fruto de la ignorancia y desubicación de nuestros líderes politicos que los distancia del país real.
La Universidad Agraria de La Molina tiene un rol importante que desempeñar en este año. Ojalá se ubique a la altura del reto que este aniversario exige.
En este año de Arguedas, aquí una nota hecha con emoción, más que conocimiento.
¿Qué ideas hilvanaba Arguedas mientras manejaba su auto Volkswagen verde botella con dirección a la Universidad Agraria esa mañana de noviembre? ¿Iba repasando el ritual de la muerte que había planeado con detalle? ¿Mantenía algún resquicio de inseguridad sobre lo que iba a hacer? Es probable que en segundos sus indecisiones parpadearan para ceder de inmediato lugar a la solidez de una decision que tenía años adosada a su mente. Había dormido poco, entretenido en grabar canciones que pensó compartir con Sybila. Su propósito no había culminado como hubiera querido. La ruta no tenía los apremios del tráfico de hoy y la usaba todos los días desde su mudanza al condominio Los Angeles en Chaclacayo a donde llegó en busca de cercanía a su trabajo y tranquilidad para escribir y dormir sin sobresaltos. La diferencia notable es que esta vez su viaje no tenia retorno. ¿Salió de casa acompañado de su esposa y luego ella siguió su propia ruta camino a la librería en el centro de Lima donde laboraba? No lo sé, pero sí tengo certeza de que no olvidó llevar en el maletín el arma que más tarde apuntaría sobre su cabeza. Sabemos de su origen por la carta que dejó a su editor Gonzalo Losada: Obtuve

en Chile un revólver calibre 22. Lo he probado. Funciona. No será fácil elegir el día, hacerlo[1]. No obstante reconocer que iba a perpetrar un acto desmesurado, quizá portaba algún sentimiento de victoria; había derrotado todas las barreras interpuestas en su decisión. Ni Sybila, ni familiares ni amigos, tampoco premios, reconocimiento y respeto que había conseguido de la sociedad fueron barreras para impedir que ese mañana del 28 de noviembre condujera su cuerpo hacia la muerte. El día elegido estaba en marcha; el lugar, lo esperaba. Precisar el momento era cuestión de ajustar algunas eventualidades. Horas lo separaban de cumplir un propósito que había buscado alcanzar durante toda su vida adulta, y antes. El espacio elegido carecía de señas especiales: un pequeño y discreto baño de profesores cercano a su escritorio, en la Universidad Agraria. Después de llegar buscaría a Alfredo Torero para precisar aspectos de la reunión programada días antes. Repasó las invitaciones que había aceptado para esa noche, al mismo tiempo y en lugares diferentes. Racila Ramirez y Máximo Damián lo esperarían hasta que se enteraron de la tragedia. Entenderían mis razones, pensó. En el próximo semestre tampoco dictaría el curso de Sociología Urbana que le habían designado. Vaya ironía, a él que no sabía qué es la ciudad. [2]
Llevaba varías cartas consigo. Una de ellas dirigida al Rector: Me acogerán en la Casa nuestra, atenderán mi cuerpo y lo acompañaran hasta el sitio en que deba quedar definitivamente. Este acto considerado atroz yo no lo puedo ni debo hacer en mi casa particular. Mi Casa de todas las edades es ésta: la UNIVERSIDAD. Todo cuanto he hecho mientras tuve energías pertenece al campo ilimitado de la Universidad y, sobre todo, el desinterés, la devoción por el Perú y el ser humano que me impulsaron a trabajar [3]. La fechó el 27 de noviembre de 1969.
Los detalles de las horas previas lo sabemos por la reseña escrita por Alfredo Torero que pasó con él gran parte del día. Fue su responsabilidad que el escritor se otorgara un dia más de vida. Señala: el 26 de noviembre, a la salida de nuestra oficina, José María me había pedido que volviera al siguiente día temprano en la mañana, porque deseaba conversar extensamente conmigo; pero yo tenía ese día ya comprometido […] Por eso convinimos en tener la charla el dia 28; sólo me intrigó que, algo risueño y como hablando para sí, me dijese: «Voy a tener que cambiar ciertas fechas». [4]
Torero, por extraña coincidencia, estuvo también junto a él en las horas previas a la madrugada del 11 de abril de 1966 cuando Arguedas ingirió una dosis mortal de somníferos y se puso, una vez más, al borde de la muerte. El escritor lo buscó en su casa hacia las dos de la mañana. Preguntó por un antiguo texto quechua que estábamos traduciendo y que creía – dijo – haber dejado en mi poder. Al negarle la posesión del documento le pidió Arguedas lo acompañara a buscarlo al Museo de Historia Nacional, del cual era el director. Conversaron en sus oficinas alrededor de una hora. Hablaron, por interés de Arguedas, del suicidio. Luego, lo retornó a su casa y supuso que José María volvería a la suya. Sybila, que había hallado notas de despedida, y Alberto Escobar, lo despertaron para saber del escritor. Torero, sorprendido, dedujo que había retornado al Museo. Alli lo encontraron, exánime, bajo el efecto de una poderosa dosis de barbitúricos.
Ya reunidos, temprano, el 28 de noviembre, Arguedas le sugiere salir en su carro o en el de Torero, por los alrededores del campus adonde no hubiese oportunidad de toparnos con alguien que pudiese interrumpirnos; y así lo hicimos, alternando de coche y yendo a varios lugares vecinos y tranquilos a lo largo del día, salvo en cortos momentos de atención en oficina. El escritor estuvo jovial y relajado casi todo el tiempo y pasamos, como en ratos de ocio, de un tema a otro, aunque tocando los que más cercanos sentíamos. Hablaron entonces de Cuba, la derrota de las guerrillas en el Perú y en Bolivia; la muerte del Ché Guevara, el Mayo 68 de Paris; las resistencias estudiantiles en el Perú a la ley universitaria, la adhesión de algunos progresistas a ese gobierno militar; la guerra de Vietnam; la imposibilidad de instaurar el sistema socialista por la vía pacifica; el futuro del Perú, país inmenso, hermoso y diverso. [5]
Al mediodía le sugirió ir a un restaurante de japoneses, de muy buena cocina, situado dentro de un campo de experimentación agrícola lindante con la universidad. Pidió media palta, que le agradaba pero que no pedía porque «no le sentaba bien»; al ver que virtualmente lo estaba devorando con regocijo, volví a pillarme: «Ojala no te haga daño», le dije; me replicó: «Hoy nada me hace daño», y pidió la otra mitad. [6] Corroboró su estado de buenaventura, su adiós sin penas, de ‘demonio feliz’. En algún momento, breve instante de añoranza, le comentó risueño sobre el curso de Sociología Urbana que le asignaron dictar. Desechó la idea de reclamo que le propuso Torero. ¡Dejémoslo así! ¡De todas maneras , no lo voy a dictar!, espetó.
Al fin del día, continúa su relato Torero, cuando detuve el coche frente a nuestro local del Departamento de Ciencias Humanas, se puso serio y caviloso, estuvo un rato en silencio, y luego contó que la víspera, solo en su casa, había estado varias horas grabando cantos andinos para Sybila […] Sucedió, sin embargo, que Sybila llegó demasiado cansada y no quiso oírlos esa noche, sino al dia siguiente, y se fue a dormir. Contrariado, José María borró toda la grabación [7].
Digamos algo de Alfredo Torero. Alfredo Pita, amigo de Sybila y de Arguedas, describe al lingüista como un hombre de mediana estatura, muy delgado, muy blanco, y su mirada verde clara, entre tierna y fría, impactaba. No tenía nada del indio o del mestizo peruano que inconscientemente yo esperaba encontrar, en tanto que era, según lo subrayaba José María, uno de los grandes sabios de la cultura quechua [8].

Mi recuerdo del sabio es muy similar. Era veinte años menor que Arguedas. Lo vi y escuché en una disertación que dio a un auditorio de militantes en un vetusto local de la Plaza Dos de Mayo. Era la violenta década de los ochenta. Invitado al evento, ingresó seguido de un grupo de disciplinados acompañantes que, durante la exposición, permanecieron atentos a cualquier movimiento extraño que pudiera presentarse en la sala. Distante, mayestático, pulcro, su talante imponía natural respeto. En medio de algunas variaciones de luz, la blancura de su piel exhibía protuberantes venas azules. Lucía aquella vez frondosa y lacia cabellera cana que se agitaba con mesura mientras explicaba sus radicales interpretaciones politicas. Me llamó la atención sus pestañas, rectas, duras, densas como persianas. Su mirada clara y penetrante era insostenible; mostraba transparencia, nobleza y determinación. De él aprendí algo que cambio mis perspectivas del país: que el origen del quechua se encuentra en las serranías de Lima y que el espacio andino prehispánico estuvo poblado de cientos de lenguas y sonidos.
Luego de largas horas compartidas y ya para finalizar el día, le hizo una serie de confidencias sobre su relación con Celia Bustamante, su primera esposa; continuo con recomendaciones acerca de las acciones que debía tomar en su vida conyugal. Torero, seguro algo tenso e incómodo, le agradeció los consejos y allí terminó la charla. Después se encaminaron al despacho y le entregó los sobres conteniendo sus ultimas disposiciones. Llévalos a Sybila lo más pronto – le dijo. Torero los puso en los bolsillos de su pesado sobretodo y después de ordenar sus escritorio y cerrar la gavetas se encaminó hacia su auto, deshaciendo su andar por la alameda, que es, en la práctica, la avenida principal del campus. Se sorprendió hallar sobre el parabrisas del auto una nota de Arguedas en que le rogaba lo buscara para un último encargo; ya en el despacho, me pidió ‘por un momento’ las cartas, sacó dos de sus sobres y escribió algo – tal vez ‘rectifico’ fechas -, las puso en sobres nuevos que cerró después de añadir un billete en uno de ellos, y me los devolvió. Como me quedé en pie, quizá inquisitivo, vacilando para partir, me miró y me preguntó algo que seguramente había estado meditando: «¿Crees, Alfredo, que entre los jóvenes estudiantes habrá un nuevo Mariátegui?»; yo creía que sí y eso le dije; entonces exclamó: «¡Gracias!», se irguió y me dio un abrazo casi triunfal. [9]
Torero intuía el contenido de los sobres. Era probable, señala, que las cartas que yo llevaba ahora en mis bolsillos dijeran algo similar a lo de las que en 1966 dejó encima de una mesa de su casa. Pero ¿qué podia hacer? ¿abrir los sobres y leerlas? José María sabía que no cometería una incorrección tal y, además, que ‘entendía’ su contenido. Todo estaba bien amarrado. [10] Al arribar Torero a la librería «El Sótano» en la Plaza San Martín, no encontró a Sybila. Le informan que, junto a Francisco Moncloa, habían salido con premura, atendiendo la llamada telefónica de urgencia que les anunció que Arguedas había sufrido un accidente. Presumo que la llamada la hizo Andrés Solari Vicente.
Cuando el escritor se queda solo era alrededor de las cinco de la tarde. Se acomodó en su despacho, organizó documentos, cerró gavetas. Regresó hasta el auto de Torero a dejar el mensaje en el parabrisas. Quería asegurarse de que el amigo partiera con sus encargos para luego recorrer las líneas finales del guion. Ya no quedaba tiempo. Seguramente se sentó para pensar y detallar los últimos pasos que daría antes de dirigirse a su estación final. Se acordó de algunas llamadas pendientes y caminó unos pasos a las oficinas centrales de la Facultad para hablar por teléfono. Allí encuentra al alumno Andrés Solari Vicente a quien le pide se acerque a su oficina para hablar. Se trataba de un dirigente estudiantil, apreciado por el escritor que en ese momento terminaba de elaborar documentos. Andrés explica esos instantes en un correo electrónico, recibido el 02 de febrero del año pasado. Reside en México donde es profesor universitario.
Estábamos con Cárdenas redactando un volante […] en el local de la Facultad luego de las horas de trabajo […]. Cuando estábamos en plena redacción y faltaban unos 5 minutos para terminar, apareció José María en el salón de secretarias para hablar por teléfono desde allí porque, si no estaban las secretarias, desde sus cubículos no podían pedir línea los profesores. José María entró, habló dos veces, nosotros seguíamos escribiendo y al pasar al lado nuestro, me dijo “Solari, quiero hablar con Ud.”. Nos conocíamos bastante, porque yo era dirigente estudiantil, había sido parte del tercio estudiantil en el Consejo de Facultad y hablaba con él a menudo, incluso llevé un curso de Antropología con él. Le dije que en unos minutos lo buscaría en su cubículo. Pero a los 5 minutos escuchamos como que un par de calaminas caían, como lo habían hecho ese mismo día en la mañana cuando la descargaron produciendo estrépitos. Creímos que era eso. Pero Rolando que ya había entrado a limpiar a la hora en que lo hacía que eran las 5pm o algo más, al ir al baño a limpiar se encontró con José María en el piso. Serían las 5:20 cuando Rolando lo encontró. Nosotros entramos a las 5:05pm y habríamos estado escribiendo unos 10 minutos cuando entró José María para hablar por teléfono, unos 3 minutos, y regresó a su cubículo. Serían las 5:20 cuando se disparó.
Fueron dos disparos, uno salió hacia la pared y destruyó parte del espejo que había en el baño. Yo vi el impacto. El segundo le alcanzó la cabeza, no sabría decirte si fue en la sien. Pero sangraba de la cabeza. Fue tal mi impresión al verlo en el piso, con la cabeza sangrando, con espuma en la boca, con una respiración estertórea, que no atiné (atinamos, porque éramos 3: el charapa Julio Cárdenas (estudiante), Rolando (trabajador de la limpieza) y yo. Fueron dos disparos, no uno, eso es incuestionable porque fueron dos los estruendos que escuchamos. El baño de profesores quedaba a unos 10m de donde nosotros estábamos, mediando unas dos o tres paredes, pero fueron nítidos.
Bueno, nosotros lo llevamos agonizante al Policlínico al lado del Hospital Obrero de la Av. Grau, frente al antiguo estudio o taller de Víctor Delfín. Ahí estuvimos, ahí le avisé a Sibila, que trabajaba en la Librería de Paco Moncloa. Yo quedé exhausto y sin saber qué hacer caminé hasta la medianoche sin rumbo por las calles de Lima. Nunca había tenido una situación ni remotamente parecida. Luego, a los dos días fui al Hospital Rebagliati a solicitar el féretro para llevarlo a la Universidad y discutí al respecto con José Miguel Oviedo. Pero no supe que pasó entre el Policlínico y el Rebagliati. Me encargaron redactar las palabras que se darían en el Cementerio y así lo hice. Ese pequeño discurso de despedida que leyó un dirigente de la Federación de Estudiantes, no lo conservé, desgraciadamente.
Todo estaba consumado. José María había partido.
Volvamos al testimonio de Alfredo Torero. En las horas posteriores a su muerte El Rectorado de la Universidad Agraria me encomendó que organizara todo lo relativo al velatorio y al sepelio de José María, con plena autoridad y de acuerdo con

los deseos expresados al respecto por el escritor en sus últimos documentos. Escogí para velarlo un pequeño y acogedor edificio junto al Rectorado que había sido el antiguo local de la biblioteca […] El local estaba rodeado de jardines y césped y a su vera, casi en la puerta de entrada, se erguía un hermoso pisonay, el árbol cantado con lirismo en varias narraciones arguedianas. El velatorio duró toda la noche. Hubo ofrendas florales de diversas instituciones […] Celia, Sybila y amigos de todos los tiempos vinieron a recogerse un momento. Afuera, grupos de trabajadores y de estudiantes encendieron fogatas.
El ingeniero Luis Escalante, alumno de Arguedas, en la ceremonia de homenaje del 30 de noviembre en la Universidad Agraria, narró una anécdota de gran significado. Ante la inicial ausencia de arreglos florales, los alumnos arrancaron ramas del árbol de pisonay que floreaba en frente del local del velatorio y lo instalaron sobre el féretro de José María. Fue así como se veló esa noche, cubierto con las flores coloradas del árbol que el escritor apreciaba. Sus regiones andinas cubriendo su humanidad universal.
La oficina de Arguedas, sabemos, no está más. Ubicar el lugar en que estuvo la edificación no es tarea fácil. Preguntado al respecto Andrés Solari respondió: La ex casa hacienda es una imprecisión. El local de la Facultad quedaba en una construcción hecha a fines de los años 50, aproximadamente, no sé con qué fines, pero no era parte de los fue la casa hacienda, que en mis años de estudiante, no descubrí nunca. […] No

logro recordar, salvo por el ancho de las paredes, que esto haya existido como tal y sin remodelaciones.
Para corroborar la información que manejaba en mi memoria, acudí a la ayuda de Augusto González, antiguo empleado de la Universidad y que también aquella tarde escuchó los disparos de Arguedas. Superada la sorpresa acudió en busca del origen del sonido para toparse con el cuadro del escritor sobre el piso. González ahora labora en Mesa de Partes de la Secretaria General de la Universidad y es un

amable ciudadano que no escatima su tiempo para conversar de aquél día [11]. Con él caminamos las rutas finales de Arguedas y fijamos el punto en que ocurrieron los hechos. El local improvisado del velatorio sigue siendo el hermoso edificio que describe Torero, el pisonay se ha extinguido. Dejo el testimonio de las fotografías.
Andrés Solari piensa en las razones que tuvo Arguedas para solicitar hablar con él en los minutos previos a su muerte. Lo explica de esta manera: Lo que hasta hoy me tiene pensando es que en su carta de despedida que se publicó en Zorro de arriba, zorro de abajo, él tenía una parte en que dice algo así como “y, si se hacen discursos, quisiera que el estudiante…….… sea el que lo lea…”. Muchos profesores y estudiantes me dijeron, cuando se leyó la carta, que él hubiese querido yo la lea, por eso me encargaron que redacte el pequeño discurso de media página que se leyó en el Cementerio. Pero preferí que la leyera quien era presidente de la Federación de Estudiantes en ese momento, que era lo que correspondía. Pero el quid está en que si esto era así, José María quería preguntarme mi segundo apellido y estar seguro de mi nombre, para ponerlo ahí, como hizo, de puño y letra en otros puntos de la carta, y entonces, tendría que haberme llamado para tal fin y eso quizás hubiera hecho que me diera cuenta de algo… No sé y sigo interrogándome.
Andrés, tus interrogantes se reproducen de manera multiplicada. Así son los «bultos», fardos de datos que hemos recibido de José María. Poco a poco vamos entendiendo mejor su biografía, desentrañando con más eficacia las señales codificadas que fue dejando en una página y en otra. Fue un verdadero zorro, de arriba y abajo. Inaprensible con frecuencia, transparente en muchas ocasiones, a veces doliente, musical, siempre atisbando detrás de las mazorcas de maíz y recostado al lado de la Zarinacha. Siempre vivo. Hoy su obra se estudia en varios idiomas. Otros pueblos nos entienden mejor cuando lo conocen. Como es previsible para un ser humano de su magnitud, hay varios ‘traductores’ de su obra; aún carecemos de acuerdos para ubicarlo en uno u otro espectro de esta realidad compleja que sigue siendo el pais que él nos está enseñando a entenderlo como pocos.
[1] José María Arguedas. Obras completas. Editorial Horizonte. Lima, 2008. Tomo V. Pág. 203.
[2] Alfredo Torero. Recogiendo los pasos de José María Arguedas. En Arguedas. Un Sentimiento trágico de la vida. César Lévano. Universidad Inca Garcilaso de la Vega. Lima, 2010. Pág. 103.
[3] José María Arguedas. Obras completas. Editorial Horizonte. Lima, 2008. Tomo V. Pág. 203.
[4] Alfredo Torero. Recogiendo los pasos de José María Arguedas. En Arguedas. Un Sentimiento trágico de la vida. César Lévano. Universidad Inca Garcilaso de la Vega. Lima, 2010. Pág. 93.
[5] Obra citada. Pág. 102.
[6] Obra citada. Pág. 103.
[7] Obra citada. Pág. 103.
[8] Alfredo Pita. Días de sol y silencio. Arguedas: el tiempo final. Universidad Garcilaso de la Vega. Lima 2011. Pág. 50.
[9] Obra citada. Pág. 97.
[10] Obra citada. Pág. 97.
[11] El contacto para ubicar a Augusto González fue la Doctora Carmen Velezmoro, Vicerrectora de Investigación.
Mi nombre es Víctor Vera Moyoli.
Encuentro muy interesante y loable esta crónica sobre el «último día de Arguedas».
Se necesita leer, estudiar y difundir su vida y obra. Y esta crónica contribuye muy bien a ello.
Yo estudié en la Univ. Agraria y nunca me dijeron mientras fui alumno de esa universidad, que José María Arguedas había sido profesor ahí y de la fecunda aunque interrumpida labor que realizó para esa casa de estudios.
Yo lo aprendí leyendo los prólogos a las obras de Arguedas.
Uno de los testigos de ese infausto día 28 de noviembre, una de las tres personas que vieron la agonía de Arguedas en el lugar donde se disparó, me contó después que él había estado ahí. Que escuchó el disparo, que lo vió en el suelo y que había estado meses como trabajador de la UNALM (Univ. Nac. Agraria La Molina) viéndolo casi a diario y compartiendo con el genio muchas experiencias cotidianas.
Era un trabajador de la UNALM. Yo estudiaba quechua en el Centro de Idiomas de esa universidad mientras era alunno de la misma. 17 años después, ahora, soy profesor de ese Centro de Idiomas y enseño quechua ahí.
Mi abuelito era ayacuchano y en sus cumpleaños contrataba a otro ayacuchano que conocía a Arguedas y había cantado con él, a Florencio Coronado, arpista. Mi abuelito admiraba a Arguedas por lo que hacía y eso me lo dijo mi mamá.
Mi abuelito revaloró su idioma quechua al saber de la labor de Arguedas y se apenaba que no haya enseñando quechua a ninguno de sus hijos. Pero me dijo mi mamá que mi abuelito decía que yo sonreía cuando él hablaba en quechua aunque no lo entendiera (él solo me enseñó palabras y frases igual que su esposa mi abuelita aunque ella me lo enseñó en quechua Wanka y mi abuelito en quechua Ayacucho-Chanka).
Mi mamá me decía que yo soy el único al que le gusta la sierra y habla quechua porque mi abuelito me hablaba sonriendo en quechua y yo le devolvía la sonrisa. Yo conozco a Arguedas por sus libros, por alguna gente que lo conoció en persona y porque el «drama del mestizo» que él vivió, lo vivo yo también como millones de peruanos y por eso lo entiendo a Arguedas y lo conozco porque su obra literaria y antropológica gira alrededor de ese drama que no viene a ser sino un crisol donde se forja el NUEVO INDIO. Un NUEVO INDIO que no es indio de raza, sino mestizo de raza, pero INDIO de corazón y de identidad porque ama los Andes, sus culturas, sus idiomas, su gente, sus paisajes y los pueblos fuera de las montañas que no vienen a ser sino andinos de costa y andinos amazónicos porque los Andes como lo dijo el gran maestro afroperuano Nicomedes Santa Cruz, no viene a ser sino la columna vertebral de un mismo organismo geográfico y cultural que incluye los paisajes y la gente de la costa y la selva y los une (pero no los mezcla que es diferente) en un espacio que muchos siglos antes de la aparición de los Inkas, según los cronistas INDIOS Huamán Poma de Ayala, Santa Cruz Pachakuti y el autor anónimo del Manuscrito de Huarochirí, se llamaba TAWANTINSUYO y cuya interpretación correcta debiera ser: MUNDO ANDINO.
INDIO se llamaron A MUCHA HONRA Y ORGULLO nada menos que Garcilaso de la Vega Chimpu Uqllu, Tupaq Amaru II, el curaca Atusparia, el mismo José María Argueda y hoy en día, los maestros Leo Casas y Hugo Blanco en Perú y «el Mallku» Felipe Quispe y Evo Morales en Bolivia.
DEFINITIVAMENTE CREO QUE SI HOY MIS CONOCIMIENTOS DE HISTORIA, LENGUAS, ECONOMÍA Y GEOPOLÍTICA SE ORIENTAN HACIA LA DOCENCIA DE LO ANDINO SE DEBE A QUE «BEBÍ» DE LA FUENTE ARGUEDIANA Y DE LA DE ALFREDO TORERO Y POR TANTO, HOY NO SOLO NO TENGO VERGÜENZA DE LO ANDINO, SINO QUE LO VIVO Y LO DIFUNDO.
Gracias a este blog, al autor de la crónica y a todos los que difunden la obra arguediana, de Torero, scorciana, etc. y de las culturas andinas en general.
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Profesor Victor Vera Moyoli, es una gran satisfacción compartir preocupaciones sobre nuestra realidad a través de un personaje tan entrañable como José María. Igual de grato es ser su alumno en las clases de Runasimi de la Agraria donde he podido observar su compromiso con las ideas que aquí ratifica. En efecto, declararse andino es todavía motivo de sorpresas cuando no de incomprensiones en nuestra patria. Nuestra acción conjunta debe cambiar esta alienada, centenaria y equivocada visión. Estoy seguro que algún día, mas pronto que tarde, nuestra sociedad será guiada por nuestros saberes ancestrales, renovados, recreados, en igualdad de condiciones a cualquier saber colonial de ahora. Entonces, seremos más humanos.
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