La persistencia del tiempo. Cuento

Su pasado fenecía con el siguiente acto de su vida.  Recordar los hechos concluidos era para ella dialogar con el vacío; las formas del presente tenían vigencia mientras sus contornos no se alejaran del alcance de su mirada. Adquirió la capacidad de diluir las imágenes del día y dejarlas ir por un estrecho túnel de su memoria hasta desaparecer difuminadas en la oscuridad.

Martina empezó a sentir esta necesidad de destruir toda relación con el pasado cuando Felipe, que la acompañaba desde hacia unos meses, halló unos escritos que ella guardaba con la fuerza del secreto en un sobre de piel, escondido en el ático de su casa. Eran cartas enviadas por Cayetano, que ella releía con frecuencia hallando siempre  renovados significados a las palabras. En esas hojas  Cayetano mostraba la real dimensión de su personalidad, despojado de su limitación física exploraba mundos desconocidos y distantes para entregárselos a Martina. Ella, desde ese ático olvidado, con las palabras en sus manos elevaba su voz para sentir cerca al amor furtivo que un día le hizo saber que la medida de sus sentimientos por Felipe eran señales borrosas apenas identificables si se veían al lado de los contornos transparentes de las sensaciones extremas que descubrió con Cayetano. Es el afecto que despoja a los seres de sus limitaciones humanas, que expone los sentidos a la naturaleza virgen, las libera de ataduras y la hace dueña del universo.

Llevando las cartas acusadoras en sus manos, ingresó Felipe con violencia en la oficina de Martina. La furia concentrada llegó cuando terminaban de beber un té que acompañaba el almuerzo de hacía unos minutos. Lo recuerda vociferante, amenazando la vida de Cayetano, conminándole a  desaparecer de la existencia de Martina. Ella observó quieta la confrontación de intenciones fechas y verdades a la que fue sometido por Felipe. Cayetano, aquietó su espíritu y se mantuvo callado sin responder ninguna intemperancia mientras miraba por la ventana cercana los contornos inacabados de la ciudad. Martina inmóvil, vacilante, temerosa de la furia que portaba Felipe. Cayetano, apoyado en el alfeizar, con la fragilidad de su cuerpo descompuesto miraba a Martina esperando su intervención que pronto entendió no se produciría. Comprendió entonces que no sería su compañera ni protección. Cuando se atenuó la virulencia del momento, se deslizó discreto hacia la salida. Martina supo que se marchaba para siempre, que se había roto el vínculo que los había unido. Sería inútil cualquier esfuerzo por retenerlo. Después que la furia de Felipe fue controlada lo buscó entre  la multitud que se hacía diminuta en las veredas. Alcanzó a divisarlo, parecía más delgado y su cojera acentuada perdiéndose en la esquina siguiente. Dudó un instante en seguirlo, la detuvo la velocidad de los acontecimientos; diminutas confusiones en su mente y su ceguera para vislumbrar con rapidez los años siguientes sin él.

Martina nunca más aceptó ver a Felipe después del incidente. Él mencionó, en una desorientada y tardía llamada telefónica, que no podría continuar  y menos convivir con el recuerdo de las cartas. Tu decisión ya no es importante para mí, Felipe, respondió, nuestra vida juntos no tiene hogar ni tiempo compartido. Quedó sola, repudiando su inacción en aquel día violento; sola con los recuerdos de Cayetano acariciando su memoria. El sol se confundía con la oscuridad que avanzaba, el sobre de piel lastimaba sus manos. Se asomó a la ventana y creyó verlo caminar hacia ella, con esa extraña cadencia que retenía la mirada de la gente. Pero no, él no volvería y entendió, por la soledad que abrigaba su pecho que su amor sería irrepetible. De pie frente a la ventana, observando la noche cubrir la fachada alba de su hogar, resolvió cancelar sus nexos con el pasado. Era una decisión extraña pero que estaba vinculada con una antigua convicción suya de no aferrarse a nada que  no fuera permanente. Sentir propiedad, pertenencia sobre los seres y las cosas menoscaba la paz que requería para seguir viviendo; impide observar que el futuro es siempre mejor que el pasado, decía siempre. De esos días conservaría cercano la suavidad del sobre con las cartas en su interior.

Lo conoció mientras aguardaba el bus que la conducía al trabajo; desde la primera palabra la conversación fue para ambos un sencillo y cercano diálogo personal. Caminando luego en el mismo sentido, con naturalidad,  repararon en que laboraban en el mismo edificio desde hacía mucho tiempo. No nos conocimos antes porque no era el momento, dijo él. Se vieron con frecuencia después de ese día, se reunían con regularidad y terminando sus labores daban un largo paseo por el arbolado parque cercano. A menudo se daban tiempo para tomar un licor dulce o comer un postre en la oficina de Martina, mientras conversaban de sus coincidencias y pocas diferencias. El amor nació sencillo, contrariando sus vidas desde su origen, él también tenía compromisos que honraba con la misma frialdad con que cancelaba puntual las obligaciones de su negocio.

Eran espíritus semejantes, lo supieron de inmediato cuando sonrieron aquella primera vez que los hizo parte de un de universo compartido. Pero ambos carecieron del valor para desafiar las normas establecidas y las disposiciones hechas para amores cotidianos. Cayetano se refugiaba en la fácil alternativa del silencio, sin decir nunca que era posible buscar juntos alguna forma de felicidad; Martina prefirió también conservar el amor secreto y renunció a iniciar un camino compartido con el hombre que había llegado a amar como se necesitan los días y la luz para seguir viviendo.

Su decisión de ingresar a un territorio distinto de espacio y tiempo fue irreversible. Meditó lo suficiente para saber que ese viaje sin retorno la acercaría a lo mejor de sus interioridades, a las señales amables de su solitaria niñez y adolescencia. Sí, dijo, mi soledad ha sido incompleta, invertebrada, requiero depurarla de rostros, nombres, lugares que no me han deparado compañía, solidaridad con mis deseos y mis urgencias. Necesito conocer los vínculos que unen a los humanos con el silencio de sus orígenes. Ahora, Cayetano es un resplandor lejano que no volveré a observar con intensidad. Además, ¿qué significado tiene haber cegado mi voz, mis palabras, cuando él más me necesitaba?, ¿porqué mi renuncia a auxiliarlo, por qué lo dejé sólo, sin mi solidaridad? Requiero saberlo, concluyó. Se despojaría de sus vínculos con la vida sencilla, se distanciaría de  los colores que conocieron juntos; viviría sólo el presente, cercenando toda vinculación con el pasado. No dejaría huella de ningún acto, no estaría expuesta a permanecer cautiva de ninguna señal en el tiempo, sentenció. 

Mujer sólida, solitaria, hermética y sin vínculos que la aten con los hechos cotidianos, no le resultó difícil organizar sus actividades deshaciendo su memoria. Destruyó documentos, fotografías, agendas, credenciales, objetos y cualquier vínculo material que la ligara con el ayer. En el extremo de su decisión lastimó sus huellas digitales. Primero intentó borrarlas sin éxito con la fricción de un objeto de metal sobre sus dedos. Usó después la llama persistente de unos maderos que encendió en su patio para incinerar sus papeles y documentos. Eliminó todas las finas curvaturas que alguna vez podrían conducir a alguien hacia ella. Luego se apartó de su lugar sin comunicar a nadie su decisión. Al posar los pies en la vereda de su calle sintió que el  mundo le otorgaba la promesa de no ofrecerle nada que la retuviera en el pasado.

Abandonó su antiguo trabajo y se inventó uno nuevo en el que no era necesario conservar las relaciones  construidas en el día. Eran actividades de compra venta diaria que eliminaba cualquier posibilidad de deuda o de relaciones futuras. Ella misma se encargaba de abastecer a su negocio acudiendo a distintos proveedores que sabían de ella sólo por los datos falsos que dejaba con los contadores. Recibía pedidos por escrito, los atendía con eficacia y luego terminada la operación, desechaba cualquier vestigio que la ligara con los clientes. Mantenía con pulcritud, al día, sus obligaciones económicas y se mudaba de local constantemente; los organismos del gobierno no alcanzaban a procesar los  cambios a tiempo y nunca llegaban a encontrarla. No consideraba pedidos que la pudieran vincular con hechos que se repetirían en los días sucesivos. Tampoco respondía nada por escrito y no usaba papeles para no dejar forma alguna de huella personal. Rechazaba las fotografías y descartaba todos los sistemas de comunicación que provocaran supervivencia de señales suyas. Si las personas insistían enviando mensajes sucesivos, los devolvía sin abrirlos. En la red  de comunicaciones usaba distintos apelativos y nombres que luego combinaba hasta el infinito lo que hacia innecesaria la repetición. En cada espacio observaba mensajes que leía sin responder. Los borraba y leía solamente aquellos que tenían relación con su actividad económica. Atendido el requerimiento mudaba de nombre y códigos. Mientras tanto no dejaba de pensar en Cayetano ni de buscarlo, pero él se había esfumado de la realidad.

Por las noches, en la soledad de su habitación evaluaba la calidad del día por la ausencia de señales dejadas en el camino. Por su lejanía con el pasado las horas eran delgadas capas de tiempo que transcurrían con rapidez. Los días de Martina eran ligeros como el instante de una hora cualquiera desligada del tiempo fenecido. Con el correr del tiempo, un día observó que el deterioro de su cuerpo se había retrasado, la lozanía de su rostro contrastaba con la rigidez de piel que observaba en la gente que alguna vez le permitía contrastar su edad con la suya. Su familia más cercana nunca pudo restablecer el contacto con ella, numerosos intentos los convencieron de la inutilidad del propósito. Luego de prolongados y fallidos escarceos, comprendieron que sería vano luchar contra la determinación de Martina de perderse en el anonimato, de sumergirse en la ausencia del tiempo. No deseaba festividades compartidas ni aniversarios que celebrar, la acumulación de años era para ella la forma más nociva de vincularse con el pasado. A partir de la renuncia de su familia a encontrarla, entendió que su determinación tenía consistencia para soportar el transcurrir el paso de los meses y los años y eliminar debilidades sin remordimientos. Acrecentó su decisión de no aferrase a los recuerdos, hasta llevarla a la perfección; pasaban sin afectarla, distantes de sus sentimientos; de otro modo no alcanzaría el fin de su propósito: desaparecer el pasado, dispensarse de las ataduras, instalarse en el futuro.

El tiempo transcurría y ella no dejaba de dedicarle espacio en su memoria para recordar a Cayetano, acariciar el sobre de piel y leer con insistencia su contenido. Deletreaba las palabras amor, esperaré nuestro tiempo, yo podría representarte, eres mis ojos, nunca te vayas. Era una permanente referencia al único lugar vivo de su pasado. Luego de los destellos de debilidad, retornaba a la rutina que le exigía máxima concentración. Algún error involuntario la podía colocar en el centro de los años que ella había decidido olvidar. Evitaba equívocos, frases mal construidas, gestos antiguos que provocaran en su interlocutor la certeza de reconocer su rostro y la obligara a evadir preguntas y referencias. Se había visto en algunas oportunidades impulsada a apresurar su periódica transformación antes de tiempo y huir dejando en el camino algunos vestigios suyos que hubiese preferido evitar.

Esa mañana de otoño, en medio de procedimientos aprendidos de memoria, esperaba el bus en una esquina elegida al azar. Era cálido el ambiente y las flores habían empezado a caer sobre las avenidas y veredas de los parques formando tenues alfombrillas multicolores. Subió con cautela esperando como siempre hallar algún solitario asiento. Tomó el último libre. Se sentó con cuidado al lado de un varón que ocultaba su rostro en el diario de la mañana y que la miró de inmediato tratando de leer en su mirada datos que solo él conocía. Apenas demoró un instante para reparar que estaba frente a Cayetano. Un movimiento involuntario sacudió su cuerpo, después solo pudo mover sus ojos, sí, es él, pensó, es el rostro, gestos y esa quietud intransferible en la mirada. Se mantuvo serena, dueña de sus decisiones, invadida de pasado. Mientras él deslizaba las hojas con discreción, escudriñó su rostro; su físico deteriorado establecía diferencias con ella. Llevaba en su dedo el aro de alianza matrimonial. Recuperándose de la impresión, halló una excusa para hablarle, preguntó por una dirección que inventó en ese instante. Sorprendida, escuchó decir que sí, que sí la conocía. Es un vecindario a solo tres paraderos del siguiente, le dijo, mientras rozaba sus dedos. Él lo recordaba, prosiguió, porque en una de las casas de ese entorno vivió alguien que había amado con devoción. Le mencionó su nombre: Martina. La palabra resonó en sus oídos fisurando su futuro. ¿Por que se tomaba el cuidado de contarle una historia tan personal?, preguntó. Luego de intentar tocarla, le dijo: usted se parece mucho a ella, es asombrosa su semejanza; tenía su mirada, gestos, y similar modo de expresarse. Lo pude ver desde que puso el pie en el primer escalón. Por supuesto, añadió, esa mujer  posee mi edad; ignoro donde se encuentre ahora, intenté hallarla muchas veces, sin éxito; algunos amigos comunes que aseguran haberla visto, señalan que se mantiene en la más absoluta desconexión con el pasado. No sé, terminó diciendo, se afirman tantas cosas absurdas en esta época. Un hálito de tristeza discurrió por sus ojos.

Mientras Cayetano hablaba y la recordaba, Martina, permaneció aferrada a su asiento sin atreverse a cobijar ni pasado ni futuro. Se enfrentó a sus horas idas; aquellas que había decidido borrar de su existencia lucían perturbadoras, frescas y reconocibles con facilidad. No había dudas, allí, al alcance de su aliento estaba la sombra que un día le mostró el comienzo de la felicidad. Se le durmió el corazón bañado por lágrimas secretas. Decidió bajar antes del paradero que Cayetano le había señalado, no podía continuar a su lado. Dejó el asiento otorgándole una mirada amable y casi saltó del bus antes que se detuviera. Cayetano la miraba expectante, a través de la amplia y lustrosa ventanilla. Le hizo adiós con sus dedos tímidamente extendidos, él le contestó con una sonrisa apagada.

Caminó unos metros desorientada y luego de atravesar un pasaje angosto posó su mirada en la calle que había borrado de su mente. Si, eran los lugares que conoció desde su niñez. Siguió el rastro de su casa y observó familiar una vivienda blanca en la esquina cercana. La memoria desusada en el tiempo halló un lugar para recordar. Recogió un poco de grama de los jardines, posó sus dedos en un enrejado de madera y una astilla lastimó sus dedos. Se acercó con temor y cuidado hasta el cruce de las calles. Elevó su rostro a las ventanas entreabiertas y observó a una mujer que vestía como ella y mostraba el mismo rostro, similar la mirada y llevaba inclusive recogida la cabellera con la peineta que había sido suya. Se reconoció a si misma, se miraron. La mujer de la ventana se inquietó sin hallar explicación a su sorpresa. Bajó sus ojos, nerviosa, escudriñando sus ropas al tiempo que cubría su rostro con sus manos. No es la misma persona, pensó, sosteniendo su cuerpo en un seto cercano, tiene que ser una transfigurada imagen puesta ahí por errores del tiempo, pensó. Al  instante, una mano emergiendo del alfeizar anunció la presencia de un hombre, sí, es él, Cayetano, el que conoció joven. Abrazó a la mujer retirándola de la ventana y dejando en sus labios un beso breve, tierno. A punto de desvanecerse en el cemento, Martina sólo atinó a cubrir su rostro con las manos y sollozar. El pasado que ella creyó borrado para siempre se asomaba ante sus ojos con la persistencia de  una tinta indeleble. Giró sobre sus pies y caminó hacia el paradero cercano. En el trayecto, volvió la mirada hacia la esquina alba sin entender con certeza su ubicación en el  mundo. Tomó el autobús y se apartó del lugar con la prisa que le daba su deseo de alejarse de un pasado inexistente.

agosto 2010

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