La cama del Libertador. Cuento

Largos meses nos mantuvimos vinculados a su restauración. Angostas bayetas esfumaban la febril actividad que había en el interior de la casona. Con regularidad orientábamos nuestras caminatas hacia su fachada para detenernos en la vereda vecina y observar los cambios que se filtraban a través de las telas. Eran minutos que se vinculaban con mis horas de borronear planos y elaborar maquetas de  viejos patios y zaguanes.

Los trabajos culminaban y pensamos que era momento de dar una mirada a su interior. Burlamos la distraída vigilancia y nos escurrimos entre los andamios y los pintores que cubrían de blanco la fachada. Superamos con rapidez los desechos y traspusimos un corredor de techo abovedado que nos condujo a un espacioso patio rodeado de arcos y columnas de piedra. Obreros paseaban sus coloridos cascos de protección trasladando materiales y herramientas. Un amplio balcón protegía el  segundo nivel coronando el cuadrado; sus balaustres y barandillas azul añil se terminaban de instalar. Las sombras adheridas a las paredes, los vanos y los pórticos sin terminar nos produjeron la sensación de asistir a los remotos orígenes de la mansión.

Groseras interjecciones y silbidos se mezclaban con nuestro presuroso recorrido. Tomamos con rapidez el piso superior y caminamos dilatados salones de techo alto que se comunicaban con el balcón a través de macizas puertas coloniales que empezaban a teñirse del azul de los balaustres. Alertado por el ruido y el desorden provocado por Morelia y su vestido diminuto, el ingeniero apenas demoró unos minutos en hallarnos. Nos indicó cordial que habíamos transgredido las normas de acceso y nos condujo sonriente hacia la puerta de salida. Mirando sin disimulo las piernas de Morelia que caminaban unos pasos adelante, explicó algunos detalles de la obra y nos indicó la cercana fecha de su inauguración.

En un instante, cerca del muro exterior, caminando sobre las sombras de las columnas, Morelia depositó su pañuelo en una mezcla de piedra menuda y cemento que iba hacia los encofrados. Observé la pequeña seda apartándose de sus dedos viajando como una estrella desprendida del cielo.

La edificación se levantaba en una esquina, a unos pasos de la plaza mayor y del cabildo. Antiguos cimientos de piedra inca sostenían sus muros coloniales. Arcos de medio punto de ladrillo terracota rodeaban su perímetro; uno de ellos, de desigual envergadura le otorgaba a su cara principal características moriscas. Desde sus ventanas se observaban extendidos techos de teja, cúpulas de iglesias próximas y se distinguían los perfiles de la María Angola confinada en la torre del evangelio de la Catedral. Alejándonos, observando la fachada nos imaginamos al joven Garcilaso, camino a España, dejando una mirada final en la casona; su hogar hasta entonces.

Volvimos cuando sus puertas se abrieron al público. La placa de bronce en lugar visible, los colores terminados y la reluciente techumbre roja, señalaban diferencias con nuestra anterior visita. Turistas distraídos con chillonas vestimentas recorrían sus instalaciones observando armaduras, aguamaniles, mosquetes, muebles antiguos, incunables, esbeltos ángeles con espadas rectilíneas iniciando vuelos imposibles distribuidos en los salones del primer nivel. En los espacios que dejaban libres las ventanas colgaban oscuros cuadros coloniales con sonrosados españoles de hábito o golilla. Los observábamos con lentitud, sin tiempo.

Saliendo de una escalera helicoidal de piedra ingresamos al piso superior. Ingresamos por la primera puerta y se abrió ante nosotros un salón espacioso, con ventanas colindantes con la calle Heladeros. Piso de anchas tablas bañadas en petróleo, dos alfombras de época acortaban sus dimensiones. Nos detuvimos a unos pasos de la entrada, cautivados por la visión del reluciente madero que lucía una señal: Aquí durmió Bolívar a su paso por el Cusco. Dominaba el espacio, brillando con el sol que atravesaba las ventanas. Cabecera alta de madera esculpida bañada en pan de oro; dosel elevado erguido sobre cuatro pilastras redondas talladas, cubría la parte superior. Se asemejaba a una invicta carabela de fatigado velamen acoderada en dársena transitoria. Meció sus arboladuras al vaivén de dos intrusos que encaminaban sus pasos titubeantes hacia los sueños y amores del Libertador. Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, yacía magro y relajado; sobre su regazo la desnudez quieta e indefensa de la Mariscala sometida al embrujo varonil del pequeño gigante. Una gruesa cabellera escondía su rostro iluminado por el reflejo de la historia. Evitamos las ropas de la atrevida mujer regadas por el piso, rodeamos absortos la cama tomados de la mano; los amantes confundidos en un solo cuerpo. Protegido por las sombras, escondido tras un cancel, los lujuriosos ojillos del ambicioso marido observaban la escena. Los pocos turistas, ajenos a nuestras visiones, iban y venían distantes de las imágenes confundidas sobre el lecho.

Nuestros pasos terminaron a los pies de esa nave centenaria. Inmóviles ante la planicie sin límites. Superado el letargo nos abordó de inmediato la vana pretensión de sumarnos al navío, de ocupar territorio de los dioses. Nos sentamos probando con ligeros movimientos su consistencia, era una suave superficie que tenía los aprestos necesarios para pasar la noche con buen abrigo. Desde las paredes nos observaban severos personajes enmarcados en pan de oro. Seguros de nuestra soledad acercamos nuestros labios siempre sedientos y nos besamos en un esfuerzo por alcanzar las tenues espumas del océano propiedad de los amantes. Rendimos nuestros cuerpos sobre el lecho, confundidos con nuestras visiones. Morelia pronto recobró la conciencia y detuvo mis manos que avanzaban presurosos hacia destinos ocultos. ¡Gabriel, no seamos insensatos, alguien puede venir, Gabriel! Sometí mis hervores, arreglamos el desorden, acicalamos nuestros cabellos y dándonos una mirada de aprobación salimos apurados del salón vacío. Nos detuvimos sobre la baranda del balcón y nos acodamos sobre el larguero azul añil,  mirando el patio empedrado; atados aún a las vibraciones de la cama y pensando en la manera de apropiarnos del dosel y de todo cuanto cobijara su sombra, de expropiarlo por un instante suficiente para extender nuestros cuerpos hirvientes sobre la tarima.

Sabíamos ambos que ése era el centro de nuestros pensamientos; entrelazamos nuestras manos y sonreímos con una mueca nerviosa. Convinimos que no había otra alternativa para nuestros deseos que la clausura inmediata del salón Bolívar. Concluimos en segundos que el mismo genio seductor no hubiera hallado una maniobra más perfecta. Imaginamos la estrategia y nos ocupamos de los detalles. Confiamos en nuestra suerte y en la complicidad del invicto caribe que, con seguridad, nos observaba complacido desde alguna colina de América. Confiamos en que el escaso personal demoraría en reparar que el recinto se había esfumado del circuito de visitas. Los turistas desprevenidos no echarían de menos dos puertas anónimas en medio de numerosas salas por recorrer, pensamos.

Nos situamos en el centro del salón, analizamos sus salidas y cuatro ventanas. A una señal de nuestros anhelos Morelia cerró una puerta y mis manos otra. Corrimos luego juntos a cancelar el sol que ingresaba a torrentes por las ventanas. El salón perdió claridad pero ganó intimidad, penumbra atractiva y exacta para nuestros propósitos. Grumetes cómplices propietarios de nuestra pasión e irresponsabilidad, solos en medio del espacioso escenario, con el libreto desprendiéndose de nuestra ansiedad. Los amantes del mundo envidiarán nuestra travesía, dije; Morelia me sonrió. Pocos habían entregado su alma en la cama de un caraqueño altivo vencedor de mil combates, dueño de la voluntad de todas las mujeres del continente. Viajeros anónimos sin pasado ni futuro heroicos, con mínimo rango y muy pocos méritos, veríamos con los ojos de Bolívar y la Mariscala, el dosel dorado de cara al viento flameando sobre nuestros cuerpos desnudos, navegando de nuevo después de un siglo de haber sido morada de amores contrariados.

Nos acercamos al borde de sus límites, caímos turbados en la meseta extensa, ganados por la rudeza de nuestros besos y por la humedad de Morelia y la premura de mis  turgencias. Atravesé sus ropas como una saeta destroza el papel de seda; carrera contra el tiempo acompañados de la ternura y estolidez de nuestros deseos. Apresuradamente desnudos nuestros cuerpos se juntaron con la misma rapidez que usó el cenceño guerrero para caminar los Andes y liberar a cinco naciones. Nos cubrimos con las frías sábanas contemporáneas y nos entregamos con calculada precisión a difuminar nuestros límites, a extendernos en un solo cuerpo.

En pocos instantes, los gemidos de Morelia se duplicaron con las voces de la Mariscala en un coro de partitura esparcida en los confines del tiempo. Urgidos por los minutos y nuestros húmedos arrebatos, el éxtasis acudió con premura. No se trataba esta vez de ser perfectos sino esenciales. Fueron necesarios minutos apenas para percibir las palpitaciones que el corazón de Bolívar había tatuado en los gruesos mástiles de cedro. El dosel elevó su tamaño hasta el final de la techumbre roja de aquella casona navegante y me transformó en su gaviero mayor. Tu fama crece como crece la sombra cuando el sol declina, recitó Morelia, sonriendo irónica, distendida.

Relajados, confiados en la persistencia de nuestra fortuna, mirando las borlas del dosel saludando agitadas nuestra campaña, ensayamos unos conjuros para evitar que las tristezas del genio y los arrestos varoniles de la indómita dama nos acompañen más allá de esa dársena maravillosa. De pronto, pasos persistentes en las afueras. Murmullos concentrados seguidos de manos poderosas posándose con apremio y rudeza sobre los portones que parecían ceder y venirse abajo. Nos cubrimos con la rapidez que seguro empleó el guerrero en huir de los conjurados, mientras lo protegía el amor sin tiempo de Manuelita. La batahola se llenaba de toscas imprecaciones mientras terminamos de vestirnos y arreglarnos con decoro antes que los intrusos derribaran los maderos que ya cedían en sus goznes. Calculamos sin discutirlo, cuál de ellos tenía menos alabarderos del otro lado y apartamos juntos las dos hojas. Directa, sin atajos, la luz del mediodía ingresó cegando nuestra visión.

Sin dar tiempo a las interjecciones ni a las miradas inquisidoras abrimos una brecha en medio de rostros desorientados y camisas coloridas. El eco de nuestros pasos apresurados reverberando sobre los crujientes maderos se apagó luego cuando tomamos la interminable y curvada escalera de piedra huyendo de nuestras sombras hacia la calle donde el sol rebotaba cegador en los adoquines de piedra.

Atrás dejamos la cama tibia propiedad de dos leyendas fundidos ahora en un solo haz con nuestros recuerdos y pasión desaforada. Algunos rostros aparecieron por las ventanas siguiendo nuestras huellas. Al llegar a la esquina protectora vimos surgir manos amigas haciéndonos señales de triunfo.

Caminamos abrazados bajo el sol hacia la esbelta iglesia de la Compañía. Traspusimos su desmedido portón y nos sentamos en una banca ubicada en medio de la nave central, sin palabras, sin aliento. A la distancia, casi susurrando Morelia me dijo: Gabriel, ¿me escuchas? Recogeré el pañuelo el día que la ciudad sea nuestra, te lo llevaré íntegro al lugar que habites para que llegue a tu memoria la persistencia de mi amor.

El sonido se ampliaba rebotando en las cúpulas y hornacinas. No pregunté por las incoherencias de tiempo y espacio de la aseveración. Preferí quedarme con la vibración de las palabras y con el tatuaje que habían dejado sus palabras en mi piel.

mayo 2003

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