II. J. M. Arguedas, filósofo

Adelanto parte del contenido del libro: “El Cusco de Arguedas. Apuntes para una filosofía del Yawar Mayu” que, probablemente, estará en librerías en el mes de febrero o marzo. Los estragos de la pandemia atrasaron por más de un año la edición del texto.

No encontraremos en él un discurso estructurado de acuerdo a cánones occidentales. No intentemos hallar conceptos, categorías o preceptos que lo emparenten con la convencional sapiencia científica. Arguedas nos conduce a pensar con instrumentos que los andinos manejamos a diario. Creemos que, mientras elaboraba sus ficciones y personajes o creaba diálogos, no era consciente que mostraba el entramado interno de un mundo mágico y mítico que ha sido el fundamento de una civilización sustentada en el encantamiento del  universo. No dilucidaba que reproducía un lenguaje que había sido cotidiano entre sencillos pobladores y Amautas ilustrados de la antigüedad. Considerarlo lo hubiera llevado a examinar sus investigaciones antropológicas con similar filtro. Y no fue de este modo; Arguedas antropólogo está inficionado por saberes occidentales.

Sabemos lo arduo que resulta explicar los raciocinios que conducen a un escritor a borronear cuartillas. Se redacta con lo que se halla en sueños, en papeles sueltos, oscuridades y zonas grises de la memoria. Los creadores escriben desde sí mismos con letras que se hallaban dispersas en la leche materna. Pasajes y párrafos de sus creaciones nacieron y tomaron forma en el quechua materno. El castellano llegaba al papel luego de diálogos y comparendos con el runasimi. Era indio por herencia biológica y cultural y carente, por tanto, de cualquier referencia biográfica que le permitiera ser otro distinto. Describía el mundo del único modo en que sabía hacerlo, con las visiones y fantasmas que poblaban su mágico universo, e inclusive, luchando contra él. Creó ficción con la cultura adquirida en el pueblo cercado por siglos; en quechua y en las fuentes mismas de una tradición apenas alterada. Su lugar de enunciación no es mestiza, es indígena. Por sus orígenes, contextura cultural e inclusive ideológica y espiritual Arguedas es  indígena[1]. De ese hontanar surge su sabiduría ancestral; hay que subrayarlo: son sus ficciones, cuentos y poesía que nos muestran al Arguedas filósofo; es el lugar que expone las raíces de su contextura cultural.

No obstante que, en sus informes académicos, racionalizaba su lenguaje y asumía formatos tradicionales, verificamos también en esos espacios el mundo mágico que lo habitaba. Su producción antropológica muestra aislados reflejos de sus visiones ficcionales. Son páginas que adquieren lustre cuando sus voces andinas pugnan por expresarse. Se consideraba huérfano de suficiente cultura universitaria; cuando lo envolvían tales debilidades entonces acudía a sus seguras fuentes y relataba con su propia dicción, con el lenguaje de los seres que conoció en su infancia, gente que mantenía comunicación directa y particular con la naturaleza, que reflexionaba con ella.

Veamos algunos ejemplos extraídos de su narrativa, que sintetizan sus principios filosóficos.
En el cuento “Warma Kuyay”, su primera producción literaria, se desarrolla un diálogo
entre Ernesto y Zarinacha, becerra que parecía desmayada en el corral. La conversación solo
es posible si convenimos que la condición original común a humanos y animales no es la
animalidad, sino la humanidad.

Se abraza Ernesto a su cuello y menciona: la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros y grandes.

‒¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!

Junté mis manos y, de rodillas, me humillé ante ella.

‒Ese perdido ha sido, hermanita, yo no. ¡Ese Kutu canalla, indio perro!

La sal de las lágrimas siguió amargándome durante largo rato.

Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.

‒¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero! Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz de esa quebrada madre, alumbró mi vida.[2]

En Yawar Fiesta muestra la diversidad de los ayllus comprometidos en la mítica construcción de la carretera Puquio-Lima que los comuneros logran terminarla en treinta días. Los nombres nos indican la variedad de culturas asentadas en un pequeño espacio geográfico; diversas, como muestras de la capacidad inclusiva de la civilización andina. Señala: Tras de los andamarkas, los chipaus, los auskaras, los sondondos, los chakrallas, los cabanas, los larkays, los warkwas […]. Y al último, los puquios, con quince varayok’s al mando[3]. La descripción del pequeño microcosmos geográfico y social promueve pensar el modo en que trabajaron cientos de culturas orientadas con propósitos compartidos: trabajar, cooperar, culminar las tareas con celebraciones, asociarse para conseguir objetivos comunes, por encima de lenguas y costumbres.

En otro pasaje expone el pensamiento mítico en su expresión más acabada. Ocurre cuando explica el origen del Misitu, el toro que será después actor principal del Yawar Fiesta. Señala: al amanecer, con la luz de la aurora, cuando estaba calmando la tormenta, cuando la nubes se estaban yendo del cielo de Torkok’ocha e iban poniéndose blancas con la luz del amanecer, ese rato, dicen, se hizo remolino en el centro del lago junto a la isla grande, y que de en medio del remolino apareció el Misitu, bramando y sacudiendo su cabeza. Que todos los patos de las islas volaron en tropa, haciendo bulla con sus alas, y se fueron lejos, tras de los cerros nevados. Moviendo todo el agua nadó el Misitu hasta la orilla. Y cuando estaba apareciendo el sol, dicen, corría en la punta, buscando los k’eñuales de Negromayo, donde hizo su querencia.[4] Es el mundo encantado que albergaba a los antiguos. ¿Hoy día, hay formas de recrearlo? Sin duda que sí.

Por la misma época en que escribe Yawar fiesta, en uno de sus artículos sobre la cultura quechua en el valle del Vilcanota, emite una opinión sobre la música que se ubica en el espacio mítico que conserva constante el sensible pensamiento andino.  En los waynos populares indios, menciona, los seres amados se simbolizan en una nube, en un árbol, en una piedra, o en la tuya, el jilguero o la paloma, de tal manera, con tanto olvido de diferenciar, con tanto afán de hacer saber que igual se puede amar a los pájaros y a  la tierra, como a la mujer y a los padres, que no se sabe para quién es el canto, si para el símbolo o para el ser amado.[5]

Si su obra ficcional está creada en torno a un contexto profundamente mítico, en su novela póstuma intensifica este catálogo y configura un universo creativo donde lo mítico y mágico impregna el nombre y el diseño de la obra.  Aún el título de El Sexto, novela citadina, tiene reminiscencias míticas; ubicar el sentido de su enunciado hace necesario saber de parámetros urbanos y carcelarios limeños. El niño o el joven Ernesto, el Misitu y Rendón Willka o la Kurku Gertrudis, el mismo Gabriel de El Sexto, habitan espacios engarzados en realidades míticas. Son intérpretes que emanan ciertamente de lo visto y gozado por el autor y desarrollados bajo un prisma mágico-mítico. Sus perfiles alcanzan dimensión onírica y se sitúan en el liminal espacio de la realidad y de los sueños, lugar que no podría ser objetivado por realidades terrenas donde la realidad realidad sea la norma. 

El zorro de arriba y el zorro de abajo, conserva similar formato. Además de poseer un título de clara estructuración quechua, por ello mítica y mágica, comprensible después de su lectura. El texto nos familiariza con una realidad contemporánea impregnada de sustratos milenarios. Sin estridencias ni esquemas doctrinarios, de la misma forma que los zorros de Lautasaco dialogan sin usar códigos especiales de comunicación, Arguedas los hace soportes del desarrollo novelesco. Logra reinventar dos zorros míticos del imaginario popular andino, ajenos a las esferas ilustradas de la racional sociedad occidental. Los Diarios, aseguran ese propósito cuando expresan entretelones de la vida del escritor preñados de ribetes míticos. Novela enlaces entre los Zorros Dioses y hombres de Huarochirí, une al presente milenios de antigüedad sin que esta decisión luzca arbitraria. ¿Cuál es, entonces, el engarce que vertebra el proceso en el tiempo? William Rowe hace una precisión que da luces sobre el tema. Sostiene que el novelista  elige una opción estética que podría llamarse la del Yawar mayu y que consiste en la inmersión en elemento destructivo ‒muerte y dispersión‒ para desde allí inventar nuevas formas.[6] Son conceptos no desarrollados que proporcionan espacios de reflexión que faciliten interpretaciones integradoras de la obra arguediana.

Veamos un diálogo del capítulo inicial de la novela:

EL ZORRO DE ABAJO: La palabra es más precisa y por eso puede confundir. El canto del pato de altura nos hace entender todo el ánimo del mundo. Sigamos. Este es nuestro segundo encuentro. Hace dos mil quinientos años nos encontramos en el cerro Lautasaco, de Huarochirí; hablamos junto al cuerpo dormido de Huatyacuri, hijo anterior a su padre, hijo artesano del dios Pariacaca.[7]  

En otro pasaje de la novela, conectado con los manuscritos huarochiranos, recuerda Arguedas que el dios regional Huatyacuri es hijo anterior a su padre Pariacaca, mostrando otro elemento sustantivo de la concepción del espacio y el tiempo en la cosmovisión andina: el pasado invadiendo el futuro. Esta acotación es generada por dos elementos coincidentes: Arguedas niño recibiendo la cultura ancestral en idioma materno y la traducción del escrito huarochirano. El texto antiguo permitió que sus obras Harina mundo o Pez grande transmutaran en Los Zorros. Madura las iniciales versiones de la novela sin vincular todavía espacio chimbotano y texto, sin hallar aún el modo de usar pensamiento mítico; luego de larga maduración es que descubre realidades geográficas y humanas de antigua identidad mítica que se identifican con su propio pensamiento; encuentra el mensaje y el verbo, se encuentra a sí mismo. Los zorros huarochiranos ocupan el lugar que tienen en sus novelas anteriores la Zarinacha o el Misitu, la calle Hatun Rumioc o la Kurku Gertrudis, pero esta vez los personajes articulan la trama y son protagonistas por organizada decisión y  convicción, discerniendo que integran sucesos contemporáneos con remota  antigüedad nacional. Arguedas no ha podido expresar su estro literario de modo distinto, intentarlo lo hubiera llevado al indeseado aculturamiento, proceso que supo eludir, como una de las motivaciones principales de su existencia.

Los zorros no son solamente seres con perfiles míticos sino una especie que se humaniza en la trama. Es la exposición de uno de los elementos básicos que estructuran la filosofía andina: la condición original común de humanos y animales. Se trata de la transformación del mito en magia, de la palabra en acto; formas que delinean con nitidez la urdimbre del pensamiento arguediano.

Un detalle significativo es el modo en que Arguedas incorpora el termino occidente en el proceso de construcción del relato. En comunicación con John Murra le refiere: […] he decidido no viajar  ni a Alemania ni a Rumania. Estoy tan, felizmente, encarnado en el hálito de la novela del mundo perú-chimbote-occidente a través de un argumento que va surgiendo muy entrabado, muy real y misterioso, que cualquier actividad importante me rompería el hilo.[8] Es única la oportunidad en que el escritor se refiere a Occidente como categoría de reflexión y esta vez lo hace estableciendo con claridad el antagonismo civilizatorio  que conserva la novela. Utiliza a Chimbote como lugar de encuentro, tinkuy, como es usual en la filosofía andina cuando se dilucida una situación de antagonismo. La cita es clara muestra de la concepción del texto como expresión del desencuentro con una civilización que considera opuesta a  su concepción mítica del mundo.

Otra parcela de similar concepción es su vínculo con Carmen Taripha, indígena relatora de cuentos, servidora del sacerdote Jorge A. Lira. Hemos comentado esta relación en párrafos precedentes, añadiremos una descripción adicional de esa amistad, tan importante en el proceso creativo de Los zorros, además de motivarlo a explorar espacios mágicos y míticos que habían quedado postergados luego de su largo ejercicio de la antropología académica. La experiencia con Carmen forma parte del fermento que más tarde le permiten escribir su novela póstuma. Le comenta a John Murra: He escrito en 32 páginas la historia más tormentosa de Chimbote, en un diálogo entre el Zorro de Abajo y el Jefe de la Planta de la segunda fábrica en importancia en el puerto y de todo el país. Conocí a este jefe de planta mucho. Fue mi alumno en Guadalupe. El diálogo es completamente original. El zorro es un zorro pero el señor Rincón habla con él como con un caballero joven. El zorro está vestido de saco muy moderno, aleviatado; es pernicorto, de cara alargada. […] Lo he presentado creo tan viva y constreñidamente como solía hacerlo Carmen Taripha, la gran informante narradora que tuvo Lira. Pero me siento deprimido y te escribo. Quizá mi melancolía venga de no poder casi vivir en el Perú. Esa fragua me quema ya demasiado; hay que tener una energía descomunal para alimentarse de ella[9]. Son los trágicos meses previos al suicidio y Arguedas profundiza su vinculación con el mundo mágico y mítico del que provenía.

En la agonía del Rasu Ñiti, la narración de la muerte de Pedro Huancayre, el gran dansak, hijo de un Wamani grande, de una montaña de nieve eterna, y que vivía en un caserío de no más de veinte familias[10], es síntesis densa de la cosmovisión andina y  portal de ingreso a su vasta filosofía. El cuento, exento de influencias cristianas, nos proporciona un fresco extenso de la manera en que nuestra antigua cultura se relaciona con la naturaleza, en particular en el momento trascendental de la muerte. A través de la serena travesía que hace Pedro hasta su acceso a otra dimensión de la energía, vemos el modo en que nuestros antepasados hacían este tránsito y la supervivencia de esta realidad en las comunidades andinas contemporáneas. 

Lo acompañan su esposa y dos hijas, dos músicos y el Wamani, que toma la forma de un cóndor de lomo blanco  que puede ser visto solamente por ojos premunidos de una fuerza que proviene de la madurez y experiencia. Su compañera logra avizorarlo parcialmente mientras que el discípulo heredero lo descubre cuando ha alcanzado  un nivel espiritual suficiente para encarnarse en el espíritu del dansak desfalleciente, recién cuando el maestro está trasponiendo el umbral de la muerte. La vida renace de inmediato encarnada en Atok’ sayku, discípulo que el dansak ha elegido previamente.  

La escena no excluye a ningún ser de la naturaleza, ni siquiera a las chiririnkas,  moscas azules infaltables en el escenario de la muerte; hormigas y cuyes y un conjunto de plantas, árboles y pájaros que son evocados por los asistentes y el narrador. Mazorcas de maíz de colores son depositados en el medio del recinto mientras el arpista toca y los ojos del caballo del patrón, que galopa en las lejanías, es devorado por nuestro dios y a la hija menor de Pedro le invade el deseo de cantar como lo hacía junto al rio grande, entre el olor de flores de retama. Muerto ya el protagonista, mientras el Wamani aletea sobre su frente, desaparece de la vista de los presentes y ya nadie  logra distinguirlo. El discípulo salta sobre Pedro Huancayre y se eleva danzando mientras recibe al Wamani sobre su cabeza, en su pecho. Lurucha, el arpista, temprano veedor del Wamani, hecho de  maíz blanco, sigue tocando. Es la victoria de la vida sobre la muerte como un todo continuo que no considera separación. 

En el cuerpo de la historia Arguedas introduce el yawar mayu […] como paso final que en todas las danzas de indios existe y lo desarrolla en el relato  describiendo su carácter como el arrastrarse de un gran río turbio […] Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos  y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz;  ningún bosque los mancha y las rocas de los abismo les dan silencio. El yawar mayu descrito difiere del observado por Ernesto en el muro inca de Hatun Rumiyoq. Adquiere aquí tonalidades musicales, la cadencia que le imprime a la descripción se vincula al discurrir de los ríos de la selva. Ubicuidad del yawar mayu; vertebra imágenes y sonidos, articula muerte y resurrección, música y materia, renovación y continuidad de la naturaleza. Arguedas incorpora estas descripciones a la narración cuando desea otorgarle perennidad o acentuar su perfil mítico, describir la permanencia de la cultura andina.

El mito en Arguedas

No busquemos teoría sobre lo mítico o mágico en Arguedas, tampoco ideas conceptuadas e integradas en categorías de la realidad o intuiciones, conjeturas o reflexiones. Como ha sido visto, es su obra ficcional, sus contenidos y descripciones, los elementos que configuran pensamientos claramente identificables como partículas elementales de filosofía andina. En algunas cartas y entrevistas también encontramos similares manifestaciones. 

Uno de los testimonios que dan cuenta de su mentalidad mágica y mítica lo hallamos en carta que le cursa, a fines de 1966, a don Marcial Arredondo, padre de Sybila. Menciona: Nunca he experimentado la vida como algo más claro y misterioso a la vez. La evidencia, la luz, valen poco contra el hábito, contra la superstición, el temor supersticioso adquirido en la infancia. Camino penosa y lentamente hacia la victoria final en la cual no desearía que la luz desplace por entero a la sombra: he vivido lo mágico, casi toda mi materia está hecha de esa materia. Es posible que la comprensión racional de todo no ahogue el conocimiento intuitivo, la comunión con las cosas que ha sido el origen de todo cuanto sé y soy. […] Que me amparen los seres queridos, especialmente los antiguos que no deben abandonarnos: los ríos, las montañas, los ojos de los insectos que tanto amo.[11] La carta, escrita cortos meses después de su intento de suicidio de abril, trasunta la angustia que invade al escritor cuando trata de armonizar formas culturales adquiridas muy temprano, con la mentalidad occidental. Dos años después, en diálogo con el siquiatra uruguayo Viñar le menciona: He pasado realmente, increíblemente, de la edad del mito y de la feudalidad sincretizada con el mito a la luz feroz del siglo XXI.[12]

En el Primer encuentro de narradores peruanos, en Arequipa señalaba: Yo hasta ahora les confieso con toda honestidad, no puedo creer que un río no sea un hombre tan vivo como yo mismo. En compañía de Alberto Escobar hicimos una travesía por el Rhin y yo le decía […]: “fíjate todo lo que el hombre ha hecho para quitarle la cara de Dios que tiene este río y no lo ha conseguido; sigue teniendo la imagen y la influencia de un dios, y eso que yo no creo en Dios”. Precisa que las modificaciones que el hombre ha hecho en sus orillas no le han podido quitar, para un hombre que tiene del mundo una visión primitiva, su aire de dios. Ante esa visión promete escribir un artículo con el nombre de “El Rhin y el dios que habla”, el dios que habla es la traducción del nombre del río Apurímac. […] Yo les decía a mis amigos en el Rhin, si trajera a unos cuantos de mis paisanos de Puquio y los pusiera en la proa de este barco, caerían todos de rodillas ante el espectáculo de este río.[13] Vemos constantes ya expresadas en extensos pasajes de su obra ficcional: su descreimiento de un Dios hacedor. ¿Cuál es, dónde se halla entonces el dios en el que cree? Lo halla en el río, esta vez en el Rhin. La presencia divina en la naturaleza no está afectada por las expresiones tecnológicas que flanquea al gran espejo de agua que fluye ante sus ojos. La modernidad del ferrocarril que orilla la ruta no afecta la divinidad del gran río. ¿Por qué él mismo no se postra ante esa imagen como si lo harían, como presume, sus paisanos de Puquio? Su occidentalidad ha mermado el sustrato cultural que lo constituye, carece del contexto que favorezca esa decisión. No es la única experiencia con ríos europeos. Ante el Danubio, cuenta el escritor y sociólogo Carlos Calderón Fajardo, acompañante de ese día, Arguedas se puso a imaginar cómo sería un diálogo entre el Danubio y el Mantaro; y se puso a conversar en quechua con el Danubio.[14]

En conversación con Ariel Dorfman expresa una acabada concepción de las visiones míticas y de la  influencia que ejercen en su vida. Menciona: Fui quechua casi puro hasta la adolescencia. No me podré despojar quizá nunca -y esto es una limitación- de la pervivencia de mi concepción primera del universo. Para el hombre quechua monolingüe, el mundo está vivo; no hay mucha diferencia, en cuanto se es ser vivo, entre una montaña, un insecto, una piedra inmensa y el ser humano. No hay, por lo tanto, muchos límites entre lo maravilloso y lo real. Líneas más adelante, señala: Tampoco hay mucha diferencia entre lo religioso, lo mágico, lo objetivo. Una montaña es dios, un río es dios, el ciempiés tiene virtudes sobrenaturales.[15]

Otro momento ejemplar de esta visión mítica la encontramos en un pasaje del artículo sobre el niño indio. Señala que, para ellos, Los ríos son también dioses.[16] Las grandes montañas tienen relaciones entre sí, se envían obsequios, se consultan acerca del destino que debe señalarse a las personas. En cada comunidad hay hombres que se han especializado en el arte y ciencia que les permite conocer la voluntad de los dioses montaña y  hasta en hablar con ellos. Para el escritor todo lo que hay en el mundo está animado a la manera del ser humano. Nada es inerte. Las piedras tienen “encanto”, lloran si no pueden desplazarse por las noches, están vinculadas por odios o amores con los insectos que habitan sobre ellas o debajo de ellas o que, simplemente, se posan sobre su superficie. Los árboles y arbustos ríen o se quejan; sufren cuando se les rompe una rama o se les arranca una flor; pero gozan si un picaflor baila sobre una corola. Algunos picaflores pueden volar hasta el sol y volver. Los peces juegan en los remansos. Y todas las cosas vivas están relacionadas entre sí. Vemos aquí el compendio de la forma en que la comunidad indígena entiende la vinculación con la naturaleza; sin el propósito de  organizar ese pensamiento, Arguedas resume categorías filosóficas. Reitera su opinión expresada ante la majestuosidad del Rhin. Los dioses montañas se relacionan entre sí a través de uno de los conceptos más recurrentes y permanentes de la filosofía andina: la paridad y complementariedad. No permanecen inactivos frente al  destino de las personas; se consultan sobre ello. Nada es inerte, incluida la   materia considerada inorgánica por la ciencia occidental, interactúan con la vida que se detiene sobre su superficie. La materia desafía estamentales y tradicionales formas de clasificación: picaflores se desplazan hasta el sol y vuelven intactos. Es un mundo encantado en el que todas las cosas están relacionadas. Al describir comuneros que se especializan en el arte y la ciencia de comunicación está delineando un estamento sacerdotal. Su descripción contiene ese concepto. Lamentablemente, lo que resta de aquellos seres ahora son apenas excrecencias de lo que fueron. Los denominados chamames son su expresión caricaturesca. Hay aquí una tarea enorme, reconstruir y crear el lenguaje extirpado, ordenar el alfabeto sagrado.

En el mismo artículo relata, en una especie de parábola andina, una notable experiencia que le ocurre cuando niño en sus correrías por las accidentadas rutas de su entorno y que expone su forma de interactuar con la naturaleza, su manera de ver el mundo. Lo narra con el contenido lirico acostumbrado: Cuando yo tenía unos siete años de edad encontré en el camino seco, sobre un cerro, una pequeñísima planta de maíz que había brotado por causa de alguna humedad pasajera o circunstancial del suelo o porque alguien arrojó agua sobre un grano caído por casualidad. La planta estaba casi moribunda. Me arrodillé ante ella; le hablé  un buen rato con gran ternura, bajé toda la montaña, unos cuatro kilómetros, y llevé agua en mi sombrero de fieltro desde el río. Llené el pequeño pozo que había construido alrededor de la plata y dancé un rato de alegría. Vi cómo el agua se hundía en la tierra y vivificaba a esa tiernísima planta. Me fui seguro de haber salvado a un amigo, de haber ganado la gratitud de las grandes montañas, del río y los arbustos que renacerían en febrero. Un pariente mío, en cuya casa habitaba, pero con cuyos indios de verdad vivía, se mofó de la hazaña cuando se la conté. Yo me quedé estupefacto y herido. Ese hombre, que no parecía sentir respeto por la vida del maíz, podía ser un demonio. Quien ofende al maíz despierta el resentimiento de la madre del maíz, o del trigo, si de este se trata, entonces la madre se irá a otros pueblos lejanos y el maíz o el trigo no volverán a germinar en la tierra hasta que la ofensa sea reparada. De nuevo aquí se repite la experiencia de Ernesto con su padre que no entiende del diálogo con las piedras del muro inca. Esta vez la sorda conversación se ejecuta alrededor de una sencilla interacción con la naturaleza que el saber occidental no entiende ni tolera; es de nuevo la incomunicación de dos mundos contrapuestos que se proyectan a todas las esferas sociales y, en particular, al espacio donde se da la vinculación con otros seres vivos. 

La literatura, en especial la poesía, resultan vehículos que le permiten expresar su identidad cultural sin los condicionantes que le impone el conocimiento occidental. El arte lo articula con sus principios culturales, libera su lenguaje personal mientras la antropología le da acceso al mundo de los cercadores.  

Su discurso de agradecimiento por el premio Garcilaso es muestra integrada y extensa de esta visión desarrollada sin grandilocuentes propósitos, tratando de encarnar el papel de sencillo puente entre dos culturas. El propósito de su vida, señala, fue realizar su ilusión de juventud, volcar en la corriente de la sabiduría y el arte del Perú criollo el caudal del arte y la sabiduría de un pueblo al que se consideraba degenerado.[17] […] Intenté convertir en lenguaje escrito lo que era como individuo: un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada y la parte generosa, humana, de los opresores.  Señala que la lectura de literatura socialista le dio un cauce a todo el porvenir sin matar en él lo mágico.  Observemos que Arguedas no recoge el mito mariateguista. Conserva el suyo. Comentaremos el tema más adelante.

En la última de sus publicaciones preocupado por la desaparición paulatina de tradiciones míticas y mágicas, hace una defensa cerrada de la conservación y recuperación [a nivel] nacional de la literatura oral, su análisis y publicación. […] Cuatrocientos años de catequización cristiana mediante cánticos y oraciones en quechua, y flagelación de los idólatras, dieron por resultado una afirmación más rotunda y honda de las antiguas creencias llamadas idolátricas. Esas creencias protegieron y protegen aún a la población subyugada. Hace un alegato en defensa de las artes plásticas y la música indígenas ahora tan vastamente difundidas [que] han modificado, creo en grado importante, la comunicación entre los dos mundos antes tan divididos del Perú.[18]

Como hemos visto, su formación temprana de niño comunero y su posterior formación académica occidentalizada le crearon conflictos que no pudo resolver a plenitud y que son una muestra del modo en que se expresa el irresuelto conflicto civilizatorio y cultural en el Perú que genera el permanente desentendimiento  social que presenciamos. Como ocurre en todo peruano promedio, de raíces andina, Arguedas no siempre se sentía cómodo con su herencia cultural mítica; sin embargo, su propósito de racionalizar su pensamiento nunca fue exitoso. En un artículo escrito en Berlín, señala: Hay en el Perú un trasfondo místico que viene de sus milenios de historia; hay en el hombre, especialmente en los Andes, en las comunidades, una no escondida fe, una seguridad religiosa en su poderío.[19]  En entrevista para un diario limeño manifiesta que el conocimiento y la  descripción de un país como el Perú era una tarea muy compleja; cualquier descripción, por más objetiva y más etnográfica que fuera, tendría que contener elementos mágicos, despertando con ello meditaciones insospechadas arrancadas de las profundidades del alma humana.[20] Es claro el reconocimiento de la tesitura mítica que conserva la sociedad peruana.

Recibimos de José María una manera de estar en el mundo que ha vertebrado por milenios las culturas que conformaron la gran civilización andina. Su mensaje nos llega incontaminado, en su esencia. Expresa con precisión el punto nodal de su pensamiento: considerar la Naturaleza como parte constitutiva de su propio ser, no extensión objetivada, a la manera en que el poblador ancestral sustenta su vinculación con la materia. El modo en que entabla el agónico proceso de rechazo y unidad con su herencia mítica, la sensación que alberga de no reunir requisitos suficientes para su completa inclusión en el  mundo de los cercadores es la contradicción fundamental a resolver en la sociedad peruana.


[1]Hugo Chacón Málaga. Arguedas, biografía y suicidio. Fondo editorial  IIPCIAL. Lima 2018.

[2]José María Arguedas. Obras completas. Warma Kuyay  (Amor de niño). Editorial Horizonte. Lima, 1983. Tomo I. Pág. 11.

[3] José María Arguedas. Yawar Fiesta. Editorial Losada. Argentina, 1977. Pág. 71.

[4] José María Arguedas. Yawar Fiesta. Editorial Losada. Argentina, 1977. Pág. 85.

[5]José María Arguedas. La canción popular mestiza en el Perú. Su valor documental y poético. En indios, mestizos y señores. Editorial Horizonte. Lima, 1989. Pág. 50.

[6] William Rowe. Ensayos arguedianos. Sur Casa de estudios del socialismo. UNMASM. Lima, 1996. Pág. 57.

[7]José María Arguedas. Obras completas. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Editorial Horizonte. Lima, 1983. Tomo V. Pág. 48.

[8] José María Arguedas. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Dossier. Fragmento de un carta al Dr. John Murra. Edición crítica y coord. Eve-Marie Fell. Colección Archivo. Madrid, 1996. Pág. 410.

[9]John V. Murra y Mercedes López-Baralt. Las cartas de Arguedas. PUCP. Lima, 1998. Pág. 201.

[10]José María Arguedas. Amor mundo y todos los cuentos. Francisco Moncloa editores. S.A. lima 1967. Pág. 145.

[11] José María Arguedas. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Edición y coord. Eve-Marie Fell. Colección Archivos. Madrid, 1996. Pág. 378.

[12] José María Arguedas. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Edición y coord. Eve-Marie Fell. Colección Archivos. Madrid, 1996. Pág. 393.

[13]José María Arguedas. Obra antropológica. Primer encuentro de narradores peruanos. Editorial Horizonte.  Lima 2012, Tomo VII, pág. 114.

[14]Guillermo Rochabrún. La dinámica de los encuentros culturales. Lo indio y lo mestizo en el pensamiento antropológico de Arguedas. PUCP. Lima, 2013. Tomo I. Pág. 255.

[15] Dánisa Catalán C. José María Arguedas habla desde chile. Algunas reflexiones en torno a tres documentos poco difundidos. Anthropologica, año XX N° 20 / 2002. PUCP. Pág. 119.

[16]José María Arguedas. Obra antropológica. Primer encuentro de narradores peruanos. Editorial Horizonte.  Lima 2012, Tomo VII, págs. 234, 235.

[17]José María Arguedas. Obras completas. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Editorial Horizonte. Lima, 1983. Tomo V, pág. 13. Lima 1983.

[18]José María Arguedas. Obra antropológica. Salvación del arte popular. Editorial Horizonte. Lima, 2012. Tomo VII, pág. 625.

[19] José María Arguedas. Obra antropológica. No destruyamos el Perú amado. Editorial Horizonte, Lima 2012. Tomo V, Pág. 374

[20] Carmen María Pinilla, Arguedas conocimiento y vida. Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima 1994. Pág. 138.

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