Arguedas: medio siglo de su desaparición

Se oye mencionar, con desacierto, que es débil el ejemplo personal y exiguo el mensaje social que recibimos de los suicidas; argumentan que se trata de un acto de cobardía que abdica frente a la dificultades que todos tienen la obligación de enfrentar y superar con hombría y valentía. Condenan el acto y esterilizan los efectos positivos de una existencia que tuvo el propósito de transformar las incongruencias o inequidades del mundo. Hay también exceso de contenidos religiosos en el juicio adverso. Donde se acepta que hay omnisciente presencia creadora nadie tiene el derecho, se arguye, de truncar el destino predeterminado que el fundador de vida tenía señalado para el suicida. Sabemos que se trata de un juicio sesgado por lo inaprensible, que juzga una vida claveteada de objetiva y superior humanidad.

Hermano.

Todas son, considero, opiniones miopes y cegadas por el instante transgresor; el trágico momento trastoca y distorsiona el universo que contiene la biografía del ser humano que extinguió su vida por mano propia luego de haber internado su existencia en las profundidades de conflictos y preocupaciones que trascendían largamente emociones personales y que nunca estuvieron enajenados del propósito de crear y organizar vida, nunca apartado de conflictos sociales y personales que emergían de la ríspida e inhumana comunidad que los cobijó.

Kachkaniraqmi.

Hay siempre coherencia entre el pasado del suicida y el acto que explica, de modo limpio e inapelable, que han abandonado su disposición a seguir trajinando un territorio exento de valores congruentes con nuestra escala humana y que será mejor por el acto de inmolación y de rebeldía extrema que consuman. La insumisa decisión transforma una llamarada de vida y la hace portadora de un resplandor que iluminará para siempre caminos y conciencias. Es un suceso tan particular y único que la palabra que la describe no posee sinónimo que la reemplace con similar eficiencia. Sui, de sí, a sí y Cidium, acto de matar, carece de equivalencia que la iguale en significado; tal es su magnitud como acto irremplazable. Episodio único e irrepetible que señala un derrotero inapelable, generador, por eso, de silencioso respeto, de ambigua comprensión, también de callada reverencia que hace tornar nuestra insegura mirada hacia los profundos pliegues de nuestros propios desencuentros en busca de neutralizar ocultos gatilladores que acechan la pervivencia de nuestros principios de vida, siempre en conflicto con las incongruencias de la existencia.

Los suicidas sociales comparten biografías, por eso hallamos derroteros semejantes entre José María y los actos finales de Salvador Allende o del mismo Sócrates, de Cesare Pavese y de Luis Emilio Recabarren. El suicidio reciente de un líder aprista es un inmejorable ejemplo para diferenciar el significado social y político de una autoeliminación destinada a suprimir un pasado vergonzoso de otro orientado a desbrozar el camino a multitudes.

Entropado con su pueblo.

La biografía de Arguedas y su muerte forman unidad inalterable, que duda cabe. Similar integridad dialéctica sostiene la historia del Perú y su diaria y permanente vocación por el suicidio. Contradicción que une aquello que la ficción imagina que es, pero que la realidad corrige siempre hacia lo que debe ser. En pensamiento andino se trata de dos realidades complementarias y que deben ser integradas en el espacio que resuelve la hermandad de los distintos. En José María se hace visible el paso extraviado que busca la liberación factible y aún irrealizada. Cobijó el desafío de dos rostros que observan horizontes distintos; uno de ellos arrastra un cuerpo que le inculca vida y que, sin embargo, es ignorado y malamente subordinado. Cómo evitar que en ese paisaje dominen tanatos triunfantes que esterilizan eros, potentes, creadores, ánimo vital, supervivencia. Arguedas es expresión de esa centenaria y desgarrada contienda por hallar una explicación y resolución a esa pugna que debemos resolver para instaurar el dominio del principio de vida en nuestra humanidad.

Nuestro escritor instaló todos sus bastimentos personales y familiares en el escenario de erizados parapetos y también de luminosidades vivificadoras. De este espacio de hirsutas oscuridades y luminosas referencias se extraen sus dolencias sociales y agonías personales. Sus limitaciones para ubicar la calidez de un hogar estable y permanente, su incómoda militancia política en células castrenses que recitaban racionalidad incomprensible y fecundas de arribismo, negadas para dar cobijo a su alma preñada de mitos y mundos encantados, ferozmente adversos a la consigna sectaria y ventajista. En ese mundo de dogmas y uniformidades la diversidad que lo constituía no tenía lugar.

No aceptó asumir papel alguno en el escenario partidarizado del mito revolucionario porque, como lo dijo, poseía un mundo mágico transformador que lo acompañó desde su nacimiento. El era apenas un humano situado en el clivaje de dos culturas y apto para acurrucarse junto a un tierno nionena y acariciarlo mientras hacia ya antesala para vivir la eternidad. Su fortaleza se reconoce cuando observamos su temprana y empecinada lucha por vencer la sombría atracción por la muerte y su capacidad para transformarla en energía creadora, en lucha pertinaz contra los obstáculos que aprisionaban su espíritu y la de sus hermanos de sangre. Le fue difícil reordenar el anárquico mundo que le fue entregado, con acechantes Pablos Pachecos, con madrastras y partidas de nacimiento que nunca pudo corregir para enarbolarlas como un claro mandato de reconocimiento de identidad indígena que hubiera servido para que otros hermanos tuvieran la fuerza y voluntad para declararse, sin vergüenza, supervivientes de un legado ancestral inextinguible. Prefirió el silencio, la conciliación con el adversario feroz que lo acallaba y avergonzaba. Es esta tragedia también parte de su legado, intangible, íntegro, como testimonio de un pasado que tenemos la obligación de superar a riesgo de extinguirnos como proyecto social y político. Requerimos agotar la defensa de un territorio y volver al principio para reinterpretar a sus pobladores ancestrales, entroparnos con ellos para acompañarnos en la tarea magna de supervivir y multiplicarnos.

Arguedas en familia. Con Sybila Arredondo, Sebastián y Carolina Teillier.

José María no es un solitario representante del mundo que muchos consideraron en extinción desde el incidente de Cajamarca y que, sin embargo, está vivo y otorgándole sentido y contenido a este proyecto deformado de sociedad que tenemos. José María vive y respira junto a Garcilaso el Inca, es compañía del indio transgresor Waman Puma y del misterioso indio que fue Juan Santa Cruz Pachacútec. Cada uno de ellos aporta letras y palabras al gran texto que contiene la historia andina, ancestral, indígena, de nuestro país. Claro que también posee la compañía de voces rebeldes y políticas de los Incas de Vilcabamba, de Juan Santos Atahuallpa, de Tupac Amaru y Micaela Bastidas y otros y otras. Forman nuestra reserva inextinguible y vital con aliento suficiente para pronto hablar a través de sus espíritus y legado.

En Yauyos, poco antes de noviembre de 1969, con su amigo de juventud y dirigente magisterial Alejandro Cervantes.

Mientras permitimos y gestionamos que ocurra es bueno mencionar por qué estos cuatro precursores eran indios y por qué quedamos miles de peruanos bajo esa denominación. Todos ellos fueron indígenas, cada uno a su modo pero compartiendo señales de unidad permanente. Hacer un recuento de los denominadores comunes que los unen, observar la permanencia y diferencia de sus obras y biografías es tarea pendiente.

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Unidad de naturaleza y humanidad.

Hasta aquí esta crónica de homenaje a José María Arguedas luego de cincuenta años de su desaparición. El Estado peruano, las universidades que lo cobijaron, permanecen en silencio en hora tan importante. El país oficial está sumido en sus pequeñeces, siempre en la coyuntura, nunca en el largo plazo. Hay olvido e indiferencia, mucho de soberbia exclusión y también de ignorancia. Son realidades que cambiarán, estamos seguros, por nuestra mediación y también porque hay realidades que son indetenibles para expresarse y decidir destinos nacionales.

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