I. El amor de José María Arguedas en Apata, Huancayo

En recuerdo de Apata, Sicaya, San Jerónimo, Cochas, que recorrí siguiendo las huellas de José María y mis pasos perdidos.

Introducción

No haremos una indagación académica sobre las interioridades de la vida sentimental de José María en la localidad huancaína de Apata sino vincular el contenido humano de una historia de amor, trágica, sin duda, luminosa también, con la vida y la elaboración de sus creaciones con regularidad enlazadas a la presencia de un nombre femenino. Sus experiencias, en especial la vivida en Apata, bien podría leerse como páginas de alguna de sus novelas.

La hacienda Viseca

Revisando apuntes, textos y ordenando la información que nos conducían a organizar estas líneas, reparamos en que resultaba insuficiente referirnos solamente al espacio sentimental de Apata porque, como ocurre con los creadores que conservan la energía transformadora de la humanidad, la historia de sus amores los define; el íntegro de ellos y unos más que otros. Las sensibilidades que recubren cada espacio de su cuerpo orientan la insaciable necesidad de recaudar experiencias de toda índole, sonidos, libros, rostros, nombres, fotografías, amigos, caminatas solitarias, familia, política, también religión, que le deparan al creador, hombre o mujer, situaciones que otros no asimilan del mismo modo. Son trituradores de experiencias, digestores de apellidos, cuerpos, objetos, colores, palabras; ninguna experiencia sensorial les es ajena. En medio del inagotable universo de realidades, inconexas muchas de ellas, el insondable territorio del amor les depara el estímulo creativo fundamental. J. M. Arguedas es un ejemplo singular de esta afirmación; escribía, o escribía mejor, cuando un amor nuevo le reorganizaba la vida, le inyectaba un nuevo sentido a sus agotadas reservas de pasión, porque José María era una creación que requería permanentemente ser querido de nuevo, reconsiderado por ojos distintos, confrontar sus imaginadas limitaciones con alguien que le reiterara una valoración positiva de su existencia, necesitaba reconocerse deseado, admirado, por personalidades inéditas. Atención, no nos referimos a la vanidad fatua y pedestre del petulante insustancial, conquistador de experiencias nocturnas y  pasajeras, no, José María buscaba  también perennidad en la nueva vinculación, requería concebir que lo hallado devendría en la última experiencia. Su vapuleada sexualidad no le permitía rifar o descubrir su íntima constitución con algo pasajero y circunstancial. Sus relaciones debían también hacerle sentir que se hallaba bajo una construida protección maternal. Es muy notoria esta realidad en su relación con Celia Bustamante.  

Los arguedianos signos personales pueden ser rastreadas en su itinerario afectivo. Decisiones que orientaron el sentido de su existencia estuvieron ligados estrechamente a sus sentimientos por las mujeres que rodearon su biografía. Un solo dato para acercarnos, muy de cerca, y confirmar lo mencionado: la fecha en que gatilló dos veces su arma coincide, extrañamente, con el aniversario de un hecho amoroso precisamente vinculado a su relación con Vilma Ponce, su amor de Apata.

Entrada a la hacienda Viseca

Cada una de sus relaciones establece etapas definidas de su existencia y son reflejadas en su producción literaria. Fiel a su concepción del tiempo y el espacio andinos, el inicio y fin de sus relaciones parecen portales que se cierran y se abren uniendo territorio, migraciones, y tiempo, intentos sucesivos de suicidio. El escritor Arguedas no dejó nada importante de su biografía fuera de sus manuscritos, nada de su vida íntima y sentimental se mantuvo al margen de su densa existencia y tampoco de su poesía y literatura; allí se encuentran como vitrinas de exhibición para quienes quieran observarla. José María amó desde el espacio inasible que gobierna las emociones, el sustrato que minimiza o somete el contacto físico y privilegia mirada, palabras, la mano extendida acariciando un rostro, una nionena, un burro mostrenco, la experiencia visual, emotiva, social, que un día lo cautivó y puso una señal indeleble en su vida.

El amor, dista de ser para el escritor satisfacción carnal, material, holgura y se torna, en cambio, observación, silencio en compañía, solidaridad con sus dolores extensos, distanciarse de quien ama en callada lejanía, encuentro con la muerte. Arguedas buscaba ser amado a través de la exposición de sus limitaciones, de lágrimas acumuladas y listas para ser mostradas en el diálogo íntimo que no era necesario acabara en lecho marital. Con una ligazón tan estrecha con nuestra cultura ancestral como él, que pensaba en los ríos como dioses, en el alma del maíz y que conversaba con La Gringa, la Zarina [1] animales de Viseca, no podía establecer con sus parejas relaciones que fueran ajenas a esa especie de sacro mundo encantado que él tenía para vivir sus días. El necesitaba una india como pareja, alguien que le reprodujera el mundo mítico del que provenía, y es posible que Vilma Ponce reunía esas características con mayor precisión. Eres mi pueblo, mi tierra, el canto de las aves que oí en mi niñez. Necesito mucha ternura; escribe con más frecuencia, [2] le dice a Vilma en junio de 1959.  

Veamos, a grandes rasgos, el itinerario amoroso del escritor contemporáneo más importante de nuestro país

Patio de la hacienda Viseca

Los ojos negros de Justinacha

El primer acto de esta hermosa saga es reconocible en su cuento Warma kuyay, Amor de niño. Allí encontramos a Justinacha, la cholita, así la llama Ernesto, [3] el adolescente que inventa Arguedas para narrar la historia; sí, es el mismo Ernesto que después reaparece en Los ríos profundos recorriendo el sur andino con su padre. Es una relación desigual, un niño blanco y una cholita que es, además, unos años mayor. Aquí inaugura el sendero que después seguirá en sus siguientes experiencias. Mucho de sensorial, de miradas, gestos, los ojos de su amor chispeaban como dos luceros […] cantaba. Es un puntito negro en medio del espacio Y yo la quiero, dice, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro? [4] Efectivamente, ¿quién describe un sentimiento como un puntito en el espacio? Solo alguien que conjuga espacio y tiempo en un solo estamento y siente que vive en un mundo encantado. Ella le dice, cuando Ernesto le quiere tomar de la mano: ¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas! provocando desorientación en el adolescente enamorado que tiene apariencia de blanco pero es indio. A esta danza de tensiones se agrega el Kutu, el compañero de Justina. Ernesto le increpa: ¡al Kuto le quieres, su cara de sapo te gusta! Kutu. Hay otro actor en esta trágica trenza sentimental, Froylán, el hacendado de Viseca, persigue a Justinacha y el resultado no puede ser otro que el estupro, la deshumanización del sexo cuando es vejada por el tirano. Ernesto, impotente para hacer justicia con sus manos le pide a Kuto que mate a Froylán. La respuesta es negativa, le explica sus razones: Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abugau”, vas a fregar al patrón. Ernesto.

Después del condenable hecho, Ernesto la sigue amando, no le asigna culpa ni responsabilidad en la violación; la ira por el hacendado incrementan su vinculación con Justina. Es en este tiempo que señala que era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos negros quemaban; no era como la otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechitos parecían limones grandes y me desesperaban. [5]

Derrotado en la contienda con el Kutu y el hacendado Froylán, se queda en Viseca cerca de Justina, el Kutu pide licencia y se va de la hacienda, contemplando sus ojos negros, oyendo su risa, mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un “Warma kuyay” y yo no creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y peleara a látigos en los carnavales. Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada verde y llena del calor amoroso del sol. Hasta que un día me arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no comprendo. [6] La relación de Ernesto con el medio ambiente señala los límites que encierra su amor por Justina. No hay disociación entre el amor, la alegría y el amoroso sol para ser feliz. Nunca pudo volver a serlo después de aquellos años. El amor nunca más tuvo para él ese marco encantado que le ofreció su niñez y sus primeros años adolescentes.  

La huella que Justina le suscitó al púber José María se constituye en señal indeleble en su biografía, todos los romances que vive después son una especie de búsqueda para hallar en la mujer el mundo fantástico de siembra, animales, amoroso sol, cantos que vivió con Justina. Ninguna mujer pudo reconstruir aquel escenario mítico que solo él conocía. No hubo manera de que pudiera acceder a una pareja que contuviera o proyectara aquella geografía cósmica irrepetible. Arguedas no pedía que solo la mujer le proporcionara aquellos escenarios de nuevo, él mismo portaba el equipaje permanente que desempacaría si hallaba la persona adecuada; nunca pudo usarlo con tanta propiedad como lo hizo en Apata. Siguiendo ese sencillo criterio, atravesando un simple sendero halla el amor en un pequeño poblado huancaíno, el amor de Vilma Catalina Ponce Martínez, que lo ubica de nuevo en el mágico escenario que compartió con Justina.

La mítica Pompeya

Pompeya, la mítica, la inubicable adolescente iqueña que José María conoce mientras estudia la secundaria en Ica es otra referencia amorosa que no podemos ignorar en su insatisfecha ruta sentimental.

El escritor en ciernes ha sido conducido por su padre a esta ciudad, luego de haber culminado su educación primaria en la ciudad de Abancay en el colegio Miguel Grau regentado por los mercedarios, experiencia que él describe en Los ríos profundos. Lo acompaña su hermano mayor Arístides que le proporciona soporte anímico para sobrellevar la dura experiencia del exilio interno. Dos años permanece el escritor en la ciudad de Ica donde cursa el primer y segundo año de secundaria.

Sabemos las circunstancias en que Pompeya y José María toman contacto. Lo relata Arístides en sus Diarios. Cursaba el segundo año de secundaria y acababan de salir del internado del colegio porque fue infectado por paludismo y hallaron una pensión en casa de una viuda, amiga del padre. [7] Y, el destino siempre oportuno construye los lazos que nadie más puede atar: Pompeya era vecina y sobrina de Rosa, la señora viuda. Se enamoró de inmediato de ella, y la cortejó con insistencia pero demasiada delicadeza (sic). En ese momento la adolescente tenía compañía, se trataba de Víctor, eximio futbolista. Un estudiante aprovechado y un deportista destacado se disputan el amor de Pompeya. En un primer momento José María gana el desafío. Pompeya dejó a Víctor y se paseaba con el joven intelectual sábados y domingos por el parque Barranco. José María entraba y salía con soltura de la casa de Pompeya, ayudado por el parentesco con la señora Rosa. Y, bueno, en medio del naciente y apasionado romance, con aporte mayoritario de José María, ocurrió lo inesperado: un día que se acerca a la casa de su amor, la sorprende conversando con Víctor quien, al verlo, reemprende su camino. Ella, nerviosa, invita a Pepe a ingresar a su casa. Conversan, en medio de una inquietud perceptible, debido al incidente y a las travesías del hermano Arístides que es enamorado de “Z”, hermana de Pompeya; así es, dos hermanos y dos hermanas en romance duplicado. Se despiden, sin dilucidar sus destinos. Más tarde, Pepe, así le llama Pompeya, vuelve a buscarla y conversan:

Ica en los años en que José María vivió en Ica

—P. [Pompeya] —le dije—sabes que te amo con toda el alma; ahora te lo digo de frente, recuerda lo felices que hemos sido estos meses.

Oye Pepe — me contestó—voy a serte franca: he vuelto con Víctor; no he conseguido olvidarlo. Para corresponderte búscate otra chica, como lo ha hecho tu hermano, chau.

Y se fue.

Señala Pepe que le sobrevino una extraña sensación de vacío, de ingravidez. No sentía el peso de mi cuerpo y mis pies me llevaban no sé a dónde…

Añade José María: volví a la realidad cuando me exigieron salir. Me encontraba en una de las bancas de la iglesia del Señor de Luren. Recuerdo haber llorado como jamás lo había hecho. No encontré razón por qué P. me había despreciado. [8]

Sale de la iglesia y se percata que su padre, por feliz coincidencia, había llegado a Ica a visitar a los dos hermanos. Le explica que se siente mal, que le duele el corazón. El padre preocupado, lo conduce a la farmacia: allí mismo tomé agua con unas gotas de azahar. Salimos, me había aliviado. A los pocos minutos la desesperación volvió a atacarlo. Le explica el mal que padece y mientras conversan Pepe se desmaya y el padre lo retiene entre sus brazos. Al recuperarse, le dice:

Papacito, no quiero estar en Ica. Llévame contigo.

Primero te llevaré a donde el médico, luego hablaremos.

El especialista señala que se trata de taquicardia y le receta cucharadas y reposo. José María le vuelve a solicitar al padre que lo llevara con él. Inclusive le pide volver a Viseca, al lado de sus tíos y los animales que en esa estancia trató como a sus propios hermanos: la Gringa, Pánfilo, la Zarina, el tordo de la Capitana. El padre lo comprende, lo trata con delicadeza y le dice:

Calle de Ica en 1930
  • Hijo, esto es momentáneo, te va a pasar. Falta un mes para que termines tu segundo año, perderías un año más. No volverás a Ica, te llevaré al Cusco, Arequipa o Huancayo, te lo prometo.

Así se define el primer contacto del joven escritor en ciernes con la ciudad de Huancayo; ignora que años después mantendrá en ese entorno una relación sentimental que lo señalará para siempre. Pasada la borrasca, un tiempo después le cuenta al hermano que olvidó la afrenta, desechó el rencor, mis angustias y empecé a a escribir versos dedicados a ella. Muchos acrósticos, unos con sólo su nombre, otros con el apellido paterno y uno, todo completo. La tarea fue fácil para él, refiere, mi inspiración era continua y fluían los versos con más rapidez que mi mano para escribirlos. Adquirió un cuaderno de hojas muy finas y con mucho cuidado paso en limpio los versos. Estuvieron listos para el 14 de diciembre, cumpleaños de Pompeya. Los llevó a su casa y los depositó con solemnidad en medio de una mesita de centro de la sala. El padre de Pompeya se sintió halagado por la labor de JoséMaría. Un tanto avergonzado por la situación el poeta alegó tareas que cumplir y se retiró de la reunión poco después de haber presentado su obsequio. Posteriormente se dio tiempo inclusive para ayudar a Víctor, su rival, en temas de matemáticas y lo salvó en matemáticas. [9]

José María, ya adulto, recuerda aspectos de su relación con Pompeya y reflexiona: todos los profesores me guardaban cordial deferencia, mis condiscípulos también, los padres de P. me querían como a un hijo y así todos sus parientes. Pero ella, ¿por qué no? [10] Y precisa: Víctor era un muchacho cobardón, hablaba apenas, era algo bruto, no rendía como alumno, temblaba y sudaba cuando lo llamaban al paso oral. Pero en la cancha era otra cosa: veloz valiente, de reflejos instantáneos y oportunos en el pase, intuitivo en la recepción. ¿Sería por eso? ¿Por qué pateaba fuerte era preferido? ¿Es que para el amor las mujeres son solamente hembras y, como las perras, se rinden al más fuerte, al más macho en apariencia? ¿Sería eso, el instinto animal de la selección de la especie?

La familia de Pompeya siguiendo la tradición migrante nuestra se trasladó después a Lima, y José María y Arístides la frecuentaban. Se habían instalado en la Alameda de los Descalzos. Después de una visita amical, José María le confía a Arístides: amé a P. con todas la fuerzas de mi alma; tuve ya la seguridad de que ningún hombre la ha querido como yo a ella, y haya sufrido tanto por una mujer. Pero no, para mí no era. Era algo divino, como un ángel. Sabes Ernesto, he leído Pablo y Virginia, los Miserables, la Divina Comedia, los amores que es esas obras se relatan eran mí pálidos reflejos de lo que yo sentía. ¡Pero ya todo se acabó!

José María Arguedas y su humana vinculación con los animales

Después de los sucesos de diciembre de 1927, en pleno verano, mediados de marzo, José María es llevado por su padre a la ciudad de Huancayo para continuar sus estudios secundarios en el colegio Santa Isabel. En esta localidad estudiaría el tercer año. Atrás queda la dura experiencia iqueña. Carece Pompeya de toda vinculación con los orígenes de Arguedas, lo que nos hace pensar que su figura le abrió el camino para posteriores enamoramientos con mujeres que carecían de toda vinculación con su mágico mundo. Es la ruta que después lo lleva hasta Celia Bustamante.

Pero terminemos la historia de Pompeya. Mientras José María se instala en Huancayo, Arístides  permanece en Ica. Refiriéndose a este episodio recuerda: Mi hermano siguió viéndose casi a diario con Pompeya a quien yo iba olvidando suavemente y un vago rencor pequeñito, pertinaz, envolvía su imagen, que entronicé. Pero no fue todo en balde mi desastre amoroso, descubrí mi predisposición a escribir. [11]


[1] Carmen María Pinilla, Editora. Arguedas en familia. Cartas de José María Arguedas a Arístides y Nelly Arguedas, a Rosa Pozo Navarro y Yolanda López Pozo. Pontificia Universidad Católica del Perú. Fondo Editorial. Lima, 1999. Pág. 110.

[2] Carmen María Pinilla. Editora. Arguedas en el valle del Mantaro. Fondo Editorial de la Pontificia Universidad católica del Perú. Lima, 2004. Pág. 155.

[3]José María Arguedas. Obras completas. Editorial Horizonte. Lima, 1983. Tomo I. Pág. 7. 

[4]José María Arguedas. Obras completas. Editorial Horizonte. Lima, 1983. Tomo I. Pág. 8. 

[5] José María Arguedas. Obras completas. Editorial Horizonte. Lima, 1983. Tomo I. Pág. 10. 

[6] José María Arguedas. Obras completas. Editorial Horizonte. Lima, 1983. Tomo I. Pág. 12.

[7] Carmen María Pinilla, Editora. Arguedas en familia. Cartas de José María Arguedas a Arístides y Nelly Arguedas, a Rosa Pozo Navarro y Yolanda López Pozo. Pontificia Universidad Católica del Perú. Fondo Editorial. Lima, 1999. Pág. 107 y siguientes.

[8] Carmen María Pinilla, Editora. Arguedas en familia. Cartas de José María Arguedas a Arístides y Nelly Arguedas, a Rosa Pozo Navarro y Yolanda López Pozo. Pontificia Universidad Católica del Perú. Fondo Editorial. Lima, 1999. Pág. 108, 109.

[9] Carmen María Pinilla, Editora. Arguedas en familia. Cartas de José María Arguedas a Arístides y Nelly Arguedas, a Rosa Pozo Navarro y Yolanda López Pozo. Pontificia Universidad Católica del Perú. Fondo Editorial. Lima, 1999. Pág. 108, 109.

[10]Carmen María Pinilla, Editora. Arguedas en familia. Cartas de José María Arguedas a Arístides y Nelly Arguedas, a Rosa Pozo Navarro y Yolanda López Pozo. Pontificia Universidad Católica del Perú. Fondo Editorial. Lima, 1999. Pág. 110.

[11] Carmen María Pinilla, Editora. Arguedas en familia. Cartas de José María Arguedas a Arístides y Nelly Arguedas, a Rosa Pozo Navarro y Yolanda López Pozo. Pontificia Universidad Católica del Perú. Fondo Editorial. Lima, 1999. Pág. 114.

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